viernes Ť 30 Ť marzo Ť 2001
Horacio Labastida
Congreso y EZLN
Los acontecimientos del pasado miércoles trajeron a la memoria el Espíritu de las leyes que el barón de Montesquieu (1689-1755) publicó hacia 1750, con un subtítulo poco recordado: De las relaciones que las leyes deben tener con la constitución de cada gobierno, las costumbres, el clima, la religión, el comercio, etcétera, muy interesante porque el noble parlamento de Bordeaux quiso explicar así que las normas jurídicas son la mera formalización de aspectos importantes de la cultura colectiva. Recuerdo oportuno por la coincidencia que se muestra entre la opinión de uno de los clásicos del pensamiento político en los avatares de la democracia, con lo que el EZLN demandó en 1996, al suscribir con el gobierno los acuerdos de San Andrés Larráinzar. En este texto se acepta que las tradiciones y costumbres de las comunidades indígenas sean reconocidas en la Constitución como fuentes y reglas de su vida pública, punto que tomó la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) para proponer en su proyecto de ley sobre derechos y cultura indígenas la necesidad de sancionar a nivel de ley suprema los sistemas normativos indígenas en la regulación y solución de conflictos internos, respetando por supuesto los derechos humanos y demás disposiciones aprobadas en la Asamblea de 1917. Y es importante la coincidencia del Espíritu de las leyes y la mencionada solicitud zapatista, porque ésta ha exaltado a ciertos grupos políticos que sin cordura exclaman que dicho reconocimiento transgrediría la Carta queretana y la tranquilidad de las familias; su aprobación, dicen, autorizaría la práctica de reprochables usos en los pueblos aborígenes, juicio que ha dejado perpleja a la opinión pública del país, incluida la extranjera, y que seguramente alarmaría la conciencia de quienes en la historia han contribuido con ideas y actos heroicos a la edificación de las instituciones que garantizan la libertad del hombre. Por fortuna, los inteligentes comandantes Esther, David, Tacho y Zebedeo aclararon las cosas con lucidez. Tanto en los debates de San Andrés como en el proyecto Cocopa, observaron ante senadores, diputados y asistentes a la reunión que se celebró en la Cámara de Diputados que tales costumbres y tradiciones connotan elevadas instancias positivas, y que no tendrían vigencia las que por su negatividad violasen derechos humanos o principios constitucionales, y de esta manera fueron despejados los sofisticados argumentos de los saboteadores de las peticiones zapatistas.
Otro asunto que agria el ánimo conservador es el relativo a la autonomía o libre determinación de las comunidades indígenas, cuestión brillantemente evaluada por María de Jesús Patricio, del Congreso Nacional Indígena, y por el diputado perredista Martí Batres. Es obvio que esta autonomía es un elemento más de consolidación en la organización federativa del Estado. Ya se ha señalado con anterioridad. En la medida en que el país ha logrado sus plurales autonomías, en ese mismo grado se profundiza la democracia por la que venimos batallando desde la insurrección de 1810. Las autonomías significan avances en la liberación del pueblo. Cuando nos independizamos de España conquistamos la primera autonomía que nos otorgó autodeterminación soberana. Los ilustrados de 1824 promulgaron la libertad de las entidades federativas en el conjunto nacional. Los reformadores perfeccionaron la enunciación de las garantías individuales e izaron la bandera del respeto al derecho ajeno en el concierto internacional.
La Revolución y el Constituyente de 1917 aprobaron la libertad municipal. Y hoy el EZLN, los legisladores de la Cocopa y una enorme mayoría del pueblo y de simpatizantes del exterior propician que el Congreso otorgue a las comunidades indígenas la libertad de solucionar sus problemas conforme a la cultura que les es propia, en el marco de la Constitución vigente. Es decir, la autonomía indígena enriquece la libertad política de los mexicanos; y esto naturalmente irrita a los que ven en la libertad el fin de sus ilegales fueros y privilegios. Tales asuntos trascendentales y otros más, como las relaciones que tendrán que establecerse entre las comunidades autónomas, los municipios, los estados, la Federación, así como las consecuencias del disfrute colectivo de las tierras que habitan, adquirieron nitidez durante las fecundas intervenciones de los zapatistas y de los miembros del Congreso Nacional Indígena.
Pero la sesión camaral del miércoles tuvo otro significado extraordinario: la redignificación del Poder Legislativo mexicano al reconocer que en su calidad de personero del pueblo está obligado y tiene el derecho a abrir las puertas del Congreso al propio pueblo que representa, a fin de conocer su voluntad y decretar leyes que satisfagan las necesidades comunes. Si el Congreso se hubiera negado a escuchar a los zapatistas, tal negación implicaría la negación misma del Congreso. Y venturosamente esto no sucedió, para bien de la República y de sus aún incipientes instituciones democráticas.