LUNES Ť 2 Ť ABRIL Ť 2001

Ť Juan Arturo Brennan

Más monstruos que prodigios

Supongo (no me consta) que en algún capítulo del indispensable Manual de urbanidad de Carreño es posible encontrar la siguiente admonición:

''Se considera de mala educación el arrancar violentamente los testículos de un adolescente con el sólo objeto de preservar su cristalina voz infantil; peor aún si se hace sin el consentimiento pleno del susodicho adolescente."

Supongo (tampoco me consta) que en el siglo XVI era difícil conseguir el Manual de Carreño, por lo que desde entonces y durante casi tres siglos, se practicó impunemente la castración de jovencitos, para regocijo y disfrute de los amantes de la ópera. A través de todo ese tiempo, el asunto de los castrati se ha prestado a numerosas polémicas, malentendidos, anatemas y secretos a voces, que son la materia prima de la obra teatral De monstruos y prodigios, de Jorge Kuri, que se ha representado con notable éxito durante los últimos meses en el teatro El Galeón.

El valor principal de la pieza radica, sin duda, en el hecho de que aborda el tema de los castrati desde varios puntos de vista. Así, el público tiene oportunidad de acercarse a esta singular y aberrante práctica desde un enfoque social, médico, quirúrgico, sexual, político y musical. El peso narrativo de la obra (que además de ser muy divertida se mueve a ritmo vertiginoso y sostenido gracias a la dirección de Claudio Valdés Kuri) recae en la doble figura de Mario Iván Martínez y Hernán del Riego, quienes personifican al esquizoide, siamés y escindido cirujano francés Jean Ambroise Paré. Este recurso de desdoblar al gran médico de mil batallas (literalmente) permite, entre otras cosas, momentos de disputa de sus dos mitades, que a la larga resultan harto instructivos.

Se ha dicho, quizá con algo de razón, que el texto de Kuri por momentos peca de excesos didácticos; sin embargo, esto más que un defecto pudiera ser una virtud, en el entendido de que con la excepción de unos cuantos operópatas recalcitrantes, el público (aún el que presume de melómano) ignora lo fundamental de la historia de los castrati.

Es cierto que la reciente película Farinelli (Gerard Corbiau, 1994) arrojó algo de luz sobre el tema, pero también es cierto que la obra de Kuri aborda el asunto de un modo más profundo y más variado. En el meollo del texto se halla una cuestión retórica evidente: Ƒse justifica, vale la pena, es moralmente aceptable la castración de un joven cantante con el fin de cortar de tajo, entre otras cosas, el cambio natural de voz y preservar una tesitura normalmente asociada a las voces femeninas? Si hemos de creer las reseñas históricas sobre los grandes castrati del pasado, parece que sus voces eran de una pureza y una calidad excepcionales. Sin embargo, hoy en día es claro que este fin no justifica estos medios: la presencia de saludables y enteros contratenores, sopranistas y contraltistas que cantan espléndidamente las partes altas de la polifonía medieval y las grandes arias de ópera del barroco y el primer clasicismo, demuestra con creces que la aptitud natural y el entrenamiento son herramientas mucho más filosas que un bisturí.

Destaca en particular en el texto de De monstruos y prodigios el análisis del fenómeno de los castrati desde el punto de vista de la sexualidad. En el entendido de que somos una sociedad mezquina y excluyente en todo lo que se refiere a lo otro y lo diferente, el texto de Kuri pone varios dedos en varias llagas que me recuerdan más de una ocasión en que al sonido de la voz de un contratenor he escuchado castas, ruborizadas y pudibundas reacciones con el ''Jesús" y el ''Maricón" en la boca. Y esto, en pleno y reciente siglo XX, en estratos sociales aparentemente ilustrados.

El caso es que De monstruos y prodigios, además de resolver numerosas dudas sobre el tema, deja en el aire algunas cuestiones inquietantes a ser resueltas por el espectador. Martínez y Del Riego, como eje de la narración escénica, se dan un grande y contagioso gusto con su(s) personaje(s), en abierto contraste con el patético y desprotegido virtuoso bien interpretado por el sopranista Javier Medina. Mención especial para Antonio Duque, por su barroca y nerviosa interpretación del personaje-catalizador de la pieza, el compositor Baldassare Galuppi.

En el final de la obra, el sonido del Ave María de Gounod cantado por el último de los castrati, Alessandro Moreschi, despeja toda duda posible: monstruos, que no prodigios.