LUNES Ť 2 Ť ABRIL Ť 2001
Ť Hermann Bellinghausen
La muela
Necesita concentrarse. O sea, pensar en otra cosa para no perderse en lo que hace. El hedor, y la presencia de la pena, son demasiado fuertes, lo distraen de lo que importa, de poner manos a la obra. La obra, no esa otra que trabaja en sus horas libres. Lo cual es un decir, porque Anton no tiene horas libres. Incluso sus horas de sueño están ocupadas. Quién le manda.
Pese a tantas evidencias en contrario, para Anton el mundo vale la pena vivirse gracias a los libros y las persona, las mujeres, sí, pero no sólo ellas. Pertenece a la clase de entes que confían, válgame dios, en la humanidad.
Pese a lo discutible de sus ideas socializantes, tan poco fin de siecle, en una cosa tiene razón: hay más libros malos que gente mala. No porque escaseen malvados, sino porque la cantidad de basura que se imprime entre dos tapas crece exponencialmente. Ni que fuera tan grave. Basta con no leerla.
No es un problema que le afecte. Los libros verdaderamente hermosos son tantos y tan amplios que una vida no alcanza para conocerlos. Cuántos libros son mejores que las personas. Al menos mejores que las personas que los escribieron. Ay Anton. Las fauces, la dentadura en ruinas que explora con su instrumental destinado a otras cirugías, las glándulas hipertrofiadas, la halitosis ácida, la lengua geográfica, antigua como un lagarto, uf.
La combinación de libros y gente, sus ramificaciones, pone la argamasa, y a veces los ladrillos de la historia, racionaliza Anton lo que empezó como juego en la juventud y hoy sigue siendo su evasión favorita.
Alterna consulta y escritura con un frenesí que no se intenta explicar. Lo rodean unos cuantos libros de pastas adustas y opacas, y él los mira con la malicia de quien conoce los colores del contenido, sin relación alguna con su aspecto desangelado.
A la vez lo visitan, incesantes, sus propios personajes, tan parlanchines y dramáticos, imaginarios. Los escucha hablar entre ellos, los visualiza sobre el escenario y hasta les pone rostro y voz en su invención pura.
Hoy atiende a una mujik vieja, muy enferma de pobreza. Huele mal por dentro y por fuera. No tiene sana una sola cavidad. Anton reconoce el rostro perdurable de la miseria, y queda afectado, no consigue acostumbrarse. Lo que trajo a la mujer fue un dolor de muelas; no será lo que la mate, pero es lo que la hace real; si lo sorprendente es que a su edad conserve de la dentadura algo más que vestigios.
Anton no es dentista, pero la cirugía que practica le permite ciertas improvisaciones que la precariedad estimula. Extrae el despojo pútrido, limpia el hueco con una gasa y deja caer todo en la charola de hierro que antes fue base de un samovar. La mujer deja los alaridos, y pasa de las lágrimas de dolor a las lágrimas de agradecimiento. Con el alivio, la desdichada debe creer que es feliz.
El tío Vania empuja la puerta y zumba un parlamento que pide voz, algo quiere sugerir, alguna justificación insoportable de seguro, pero Anton, aturdido, no se concede escucharlo.
Qué frío en la isla de Sajalin. ƑPuede haber algo más frío que el exilio? La mujik balbucea, Anton sólo discierne "padrecito", y siente una punzante vergüenza. Golpea el hombro de la mujer, desmayadamente; él sabe que es debilidad confusa, pero la mujer lo interpreta como ternura, a saber de qué protegida. Anton busca un parlamento de Oberon en la memoria, pero está perdido. Mira de reojo los libreros, donde se empolvan tratados y farmacopeas (y también la Odisea, el Decameron y el inevitable Oneguin, por fortuna). Mira sus instrumentos ensangrentados sobre la mesilla. Alza sus manos frente a sí, con cierto espanto.
La mujer debe creer que está rezando. Se arrodilla, le abraza las piernas, casi lo tira. Él la toma de los brazos, la ayuda a incorporarse. La mujer se le aferra al cuello, grasienta, terregosa, babeante, y lo besa en la boca como lo haría una abuela a su nieto, o al Niño Dios en la ermita. Anton contiene el aliento, y súbitamente algo así como un relámpago en los nervios lo limpia del asco y la vergüenza.
Dueño de una rara serenidad, encamina a la anciana hacia la puerta, le da una última palmada en el hombro, y no la ve alejarse. Cierra de inmediato.
Mira otra vez sus manos. Las uñas resecas, las palmas suaves, los dedos delicados, de pianista. No encuentra literatura que venga en su auxilio. Solo, mudo, vacío. El dolor dejó entre estas cuatro paredes sus aullidos. No hay Homero que valga. Anton no es tan ciego como para no darse cuenta.