MARTES Ť 3 Ť ABRIL Ť 2001
Ugo Pipitone
El pecado del optimismo
Pido disculpas por la primera persona, pero es inevitable en esta ocasión. De tanto en tanto doy charlas en universidades y similares. Y casi siempre el auditorio es una incógnita. Quisiera apuntar aquí dos comentarios inesperados que escuché recientemente a la conclusión de sendas charlas.
Estaba intentando mostrar cómo la historia del último medio siglo sea el cruce de la derrota histórica del comunismo y del renacimiento dinámico de un capitalismo cargado de capacidad innovativa. La idea de la revolución que abre las puertas al futuro poscapitalista se vuelve rito cansado; una forma ingenuo-voluntarista de no aceptar los tiempos. Hablaba de la globalización como reto que supone una voluntad de regulación, una búsqueda de equilibrio entre colectividad e individuos, entre solidaridad y productividad, entre instituciones y sociedad. Equilibrios que estamos lejos de alcanzar. Y me preguntaba si esto, de alguna forma, no nos devolvía al tipo de problemas que la socialdemocracia enfrenta desde hace un siglo.
Alguien entre los asistentes universitarios me preguntó --con un tono a medio camino entre la curiosidad y la sorna--: ƑPero la socialdemocracia no murió en 1914? Me limité a contestar que ésa era la opinión de Lenin. Y que a mí me costaba trabajo imaginar que estuviera muerta la realidad política que contribuyó a hacer de Escandinavia, Austria y Alemania lo que son hoy; que promovió la extensión de los derechos políticos en derechos sociales y que, en medio de las turbulencias de la segunda mitad del siglo XX, hizo posibles nuevas formas de solidaridad. No se trataba, para mí, de hacer la apología de la socialdemocracia sino de reconocer que el camino menos doloroso y más eficaz hacia una inalcanzable modernidad, ha sido, hasta ahora, el que ha combinado razones individuales y colectivas, mercado y Estado.
Hace algunos días, en la presentación de un libro en una ciudad de la provincia mexicana, señalaba que en sus primeros siete años de vigencia, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC) había dado buenas pruebas de sí. Recuperación del empleo, inversiones extranjeras directas en proporciones inusuales, explosión de las exportaciones. Señalé que, sin embargo, permanecían grandes tareas colectivas que el TLC no habría resuelto: la cuestión agraria, la modernización de la administración pública y el persistente atraso y desigualdad del sur del país. Concluí sosteniendo que México se encontraba a punto de iniciar un proceso de desarrollo que, bien regulado, podría duplicar el PIB per cápita de este país en una sola generación.
Otro universitario presente entre el público calificó mis opiniones de "oficialistas". Al final de la charla le pregunté al académico en cuestión que me resolviera una duda: Ƒera yo oficialista del PRI o del PAN? La respuesta fue inmediata: oficialista de las multinacionales. Hago notar que a lo largo de varios minutos me había detenido en sostener el papel estratégico de las pequeñas y medianas empresas. Como fórmula para crear empleos a menor costo y como instrumento de integración territorial.
Me quedé pensando: al académico en cuestión le faltaron las palabras para mostrar su desacuerdo y recurrió al vituperio. Pero el punto sustantivo era el desacuerdo. Seguí pensando y llegué a una conclusión: para alguien que se considera a sí mismo de izquierda, la sola posibilidad de que el país vaya realmente hacia un futuro mejor le parece inconcebible. ƑCómo aceptar que el país avance si yo no estoy en el puente de mando? Corolario: es de izquierda creer firmemente en el desastre: presente o, más aún, futuro. La combinación protesta-propuesta se rompe y sólo queda el primer término (al cual, sobra decir, no le faltan poderosas razones). Pero, si alguien dice: existen hoy posibilidades nuevas (a condición de que no nos comportemos como sacerdotes neoliberales) que podrían hacer de éste, otro país en un par de décadas, cumple el peor delito: el optimismo. El optimismo (aunque sea crítico) se ha vuelto oficialista.