Jornada Semanal, 8 de abril del 2001


Ana García Bergua

Jugo de naranja

Muchos seres humanos tienen grandes ambiciones. De hecho, no es difícil sucumbir a la seducción de las grandes ideas, las grandes fortunas, los grandes amores o las empresas que rebasan las capacidades corrientes de los hombres y las mujeres. Pero lo cierto es que nuestra vida no es grandilocuente, sino que suele transitar en momentos pequeños, unidos entre sí como los vagones de un ferrocarril: hacemos cola en el banco, vamos a comprar comida, tomamos a lo largo del día diversas infusiones, les amarramos las agujetas a los niños, trabajamos con un lápiz o con un clip; a veces llueve, a veces paseamos nuestra soledad y a veces, en raras ocasiones, encontramos en la acera una moneda. Y también a veces esta sucesión de momentos pequeños, conformados por objetos cotidianos, por acciones limitadas, alimenta en nosotros la percepción luminosa de algo mayor, o, como la magdalena de Proust, llama a una evocación intensa y dolorosa.

Carmen Villoro ejerce aplicadamente dicha facultad, a través de este tránsito de imágenes que es Jugo de naranja (Trilce Ediciones, 2001), momentos de vida que parecen transcurrir siempre en el borde de algún abismo. Momentos cálidos a veces, a veces tristes o alegres, a veces incluso trágicos, las estampas de su libro forman un mapa de viaje que el jugo de naranja echa a andar, como echa a andar cada uno de nuestros días, sin que sepamos bien a bien qué va a pasar, y que concluye con la algarabía de la Navidad y el Año Nuevo. La suya es una bitácora de la vida sensible, a medio camino, quizás, entre el diario y la viñeta, llena de hallazgos poéticos y estéticos sorprendentes a la vez que entrañables.

En efecto, Carmen Villoro encuentra el amanecer en una taza de té de manzanilla, y bebe al tiempo como un licor en una copa, en cuyo fondo la mira la muerte. La amistad la toma a sorbos pequeños, amargos y reconfortantes, como una taza de café. Puede percibir el llanto discreto de los paraguas bajo la lluvia y admirar la humildad del lápiz, siempre dispuesto a desdecirse, o el heroísmo kamikaze del cerillo que lo lleva a inmolarse. Entre toda la gama de situaciones cotidianas reales y emocionales que desfilan ante nuestros ojos, bañadas con una nueva luz, son de lo más notable sus imágenes meteorológicas, como esta del invierno en las plazas provincianas:
 

En tierra caliente, la nieve llega en copos de colores. Sobre barquillos de galleta, la mirada esquía. No hay lagos de hielo firme, pero la lengua patina sobre duros bloques de limón. Aquí la nieve no cubre calles y tejados, se concentra en vasos donde los reflejos se tiñen de grosella...


O la de la narradora prácticamente convertida en huracán:
 

Te preguntas por qué bautizan a los huracanes con nombres de persona: Gilberto, Paulina. Después recuerdas el día aquel, no muy lejano, en que arrasaste puerto conocido, rompiendo sus pequeñas embarcaciones, tirando sus refugios, deslavando sus ilusiones, sepultando sus sueños…


Los objetos y los seres, en este libro, adquieren capacidades extraordinarias; pueden ser como talismanes, o constituir una verdadera pesadilla. Su presencia, ya trágica como el gorrión muerto que es todos los pájaros, ya festiva como los musicales tendederos o las glorietas, ya estorbosa, absurda y cómica, posee en estos textos una peculiar contundencia: la que les otorga esta mirada que pareciera no pasar nada por alto, que no se aturde en el tráfago de las cosas pequeñas y, por el contrario, las observa con atención entomológica, pues percibe que ellas son el sustento de nuestras vidas y nuestras emociones, que con ellas libramos nuestras luchas más enconadas:
 

La ropa sucia se ha amotinado en la plaza central de clóset; la olla express está en huelga de hambre hasta que le cambien el empaque; los habitantes del refrigerador se han puesto a derramar sustancias pegajosas; la cama, estrafalaria, se niega a alisar sus ropajes; los zapatos en desorden no quieren guardar filas y tú, ama de casa, no sabes en qué bote de basura arrojarte, en qué cajón revuelto esconderte para no librar la batalla cotidiana.


Quizá esta mirada atenta, meticulosa y lúcida, aunque no es infantil, comparte la escala de la infancia, aquella que convierte las esperas, los árboles y los escalones en obstáculos o esperanzas inconmensurables. En Jugo de naranja, esta percepción pausada alcanza extremos minimalistas y devuelve a la infancia su regalo:
 

Me gustaría ir de vacaciones a tu cuaderno de geografía. Viajar en plumón hasta los litorales trazados por un lápiz, internarme en el mosaico de colores con nombres de países. Me gustaría caminar sobre ese pastizal de rayones amarillos y calentarme con ese sol planito que se asoma en la esquina de la hoja. Navegar en ese río impresionista que se sale del borde y quedarme atrapada para siempre en una inverosímil, luminosa, espléndida falta de ortografía.


¿Quién pudiera transitar por la vida como Carmen Villoro? En sus textos ha logrado aislar, fotografiar las partes más fugaces, buscar el deleite y el dolor en la presencia silenciosa de los objetos que forman nuestro mundo diario, en las situaciones que de tanto repetirse se vuelven invisibles. Uno tiene la impresión, al leerlos, de que no ha vivido, de que ha dejado pasar a la lluvia, que ha fumado cigarros sin aprender nada, que no ha sabido recibir el amor de sus calcetines y ha corrido el riesgo de que la manguera enroscada al acecho lo pique como una víbora, de que ha hecho cientos de veces la cola del banco sin percibir las veredas de transparencia que trazan los limpiavidrios y ha comido sus tortas sin evocar la caricia de la lechuga como la de unos labios, entre tantas cosas. Así, el humor y la melancolía que simultáneamente permean estas prosas rápidas y económicas, pero tan generosas con sus deslumbramientos, quedan sedimentados en el alma del lector como si fueran parte de una vida pendiente, de una tarea por hacer. Dice nuestra autora:
 

La vida está hecha de pequeñas muertes, ciclos que comienzan y terminan. Pero, en el tiempo, las heridas que duelen no son las que se abren, sino las que se cierran para siempre. Cuántas veces nos despedimos de nosotros mismos, cuántas nos dejamos a la orilla del camino. Hoy somos otro que acaso extraña al que antes fue, pero ya no lo reconoce. Por eso, el temor a la muerte no es un miedo a lo desconocido, sino a lo conocido.


Por eso, antes de volver a morir, vale la pena hacer esta tarea y empezar un nuevo ciclo o un nuevo día con este Jugo de naranja que, como señala Carmen Villoro, disuelve los temores y alivia las heridas.


   
    LA JORNADA VIRTUAL
    Naief Yehya


    Los interfaces mente-máquina 
    en la ecología híbrida

    Neuronas espías

    En el número de febrero de 2001 la revista Technology Review, del mit (www.technologyreview. com) se aventura a proponer cuáles serán las diez tecnologías novedosas que cambiarán al mundo. Entre ellas destaca el desarrollo de interfaces híbridos cerebro-máquina, una tecnología destinada a disolver las fronteras entre lo humano y lo maquinal, entre lo natural y lo artificial, entre lo evolucionado y lo manufacturado desde dentro del organismo. Por una parte estos interfaces, que hoy se prueban en monos, podrían ser utilizados para controlar toda clase de prótesis y extremidades artificiales, para recuperar funciones sensoriales y motoras perdidas, así como para controlar mentalmente computadoras y máquinas. El neurobiólogo brasileño Miguel Nicolelis, de la Universidad Duke, está estudiando el cerebro mediante implantes neurales. El científico ha logrado medir los pulsos eléctricos de noventa neuronas de cuatro áreas diferentes de la corteza cerebral de un mono y ha logrado enviar señales de neuronas individuales a un robot que imita en tiempo real los movimientos del brazo del mono. Aún sin entender el funcionamiento del cerebro, Nicolelis ha podido demostrar que al leer los pulsos de diversas neuronas se puede obtener suficiente información para tener una idea de lo que el cerebro hace e incluso anticipar por décimas de segundo las intenciones de movimiento. Aún falta mucho para que estas interfaces puedan ser utilizadas en humanos, pero quizás comenzarán a usarse de manera experimental en cuanto se tengan electrodos seguros y cómodos que puedan recoger y transmitir vía ondas de radio sus señales desde el interior del cráneo sin necesidad de conexiones y cables.

    Cuerpos reparados 
    y cuerpos mejorados

    De perfeccionarse, los interfaces híbridos podrían mejorar notablemente las condiciones de vida de las personas minusválidas. Pero también existe la posibilidad de que den lugar a humanos mejorados y expandidos, seres con una especie de control telepático que convierta en acciones externas y a distancia sus deseos e ideas. La oferta es atractiva, pero a cambio de estos beneficios debemos redefinirnos tecnohumanos, seres transparentes que tan sólo pueden estar conscientes de su propio cuerpo gracias a la vigilancia, cuantificación y supervisión tecnológica de sus funciones biológicas. Un implante así convierte al cuerpo en un accesorio desechable, en una máquina que puede ser fragmentada en elementos relativamente independientes y reemplazables. La unidad corporal se vuelve un extraño e insignificante azar del destino. Si bien esto parece en extremo radical, en realidad sólo es una expresión congruente de la tendencia a idealizar al cuerpo, de la fascinación que causa la perfección promovida por los cánones de belleza dominantes y del muy antiguo desprecio del cuerpo y de los placeres físicos. El individuo mejorado por la tecnología, como hemos comentado en esta columna, es el cyborg, un sistema en el que interactúan y se retroalimentan elementos mecánicos/electrónicos y partes orgánicas. Como señala Gregory Bateson, la piel del cyborg no es su frontera debido a que incluye todos los caminos externos a través de los que viaja la información entre el interior y el exterior del cuerpo. 

    El cyborg como hipótesis

    El cyborg es también una metáfora, una imagen y una herramienta que sirve para estudiar al hombre y su ideología como un híbrido manufacturado a partir de materia orgánica, mitos, obsesiones, dogmas y fantasías. El cyborg es extremadamente útil para desmontar el discurso con el que los grupos dominantes definen la naturaleza del cuerpo, en particular de los cuerpos de los grupos tradicionalmente reprimidos. Un caso muy evidente es el cuerpo de la mujer, el cual hasta el siglo XVIII era considerado como una especie de cuerpo masculino subdesarrollado, inferior e infantil (en el cual, por ejemplo, los ovarios eran entendidos como testículos incipientes e inmaduros). Incluso después de la Ilustración francesa, en los textos médicos, el cuerpo de la mujer siguió siendo definido como una entidad frágil, siempre al borde del caos, que debía ser monitoreada y controlada permanentemente. De manera semejante, a lo largo de la historia, doctores y científicos han descifrado a través del filtro de la ideología la “naturaleza” de los cuerpos de los pueblos oprimidos (africanos, asiáticos e indígenas en general). El cyborg nos ayuda a entender que la concepción de lo natural que han impuesto las jerarquías está permeada por lo cultural.

    Un inevitable comercial

    Por último, para profundizar en este tema recomendamos modestamente el libro de reciente aparición: El cuerpo transformado. Cyborgs y nuestra descendencia tecnológica en la realidad y la ciencia ficción, de quien esto escribe y publicado por la Editorial Paidós (2001). Se trata de un texto introductorio a la cultura de los cyborgs que presenta el impacto de la tecnología en la cultura, la sociedad, el individuo y en la propiedad más valiosa de este último, su cuerpo. 


Carlos López Beltrán

Nomadismo y filosofía de la ciencia (II)

La percepción de alguien como una nómada que viaja entre las disciplinas depende, claro, de que se acepte la presencia de barreras, fronteras, aduanas, pasaportes. Creo que en poco tiempo lo que hoy se ve como cruce entre territorios se verá como exploración de territorios más “libres”. Hoy por hoy, por ejemplo, los apelativos “filósofo” o “científico” tienen más sentido para referirse al entrenamiento y las predisposiciones intelectuales y prácticas de los individuos, que a los terrenos donde se mueve o a los alcances de lo que hace. Me parecen poco informativas y aburridas las descripciones de la ciencia como una actividad de investigación de primer orden (frente a la naturaleza), y la de la filosofía como una actividad de segundo orden, frente al conocimiento, por ejemplo. Encuentro que el lenguaje que se me enseñó cuando estudiante para describir la situación del filósofo frente a los saberes ha caducado, y que los límites que se trazaban son estrechos, y que las estrategias que se definían como válidas son sólo un subconjunto pequeño de la caja de herramientas de las que hoy disponemos. Parte de la creatividad hoy, y en adelante, consiste en la audacia y la eficacia con la que aprendamos a usar tantas herramientas como requiramos. Quiero insistir específicamente en los estudios empíricos. Si el filósofo mete más las manos en la historia (por ejemplo la de la ciencia), en la psicología, en la tecnología, en la política, etcétera, no ya como filósofo con anteojeras que buscan objetos o conceptos ya tramados, sino como curioso y participante en los debates primarios mismos, hallará siempre problemas relevantes y palpitantes, y no frutos magullados por manoseos previos. 

El espacio disciplinario irá perdiendo paulatinamente sus fronteras. Los proyectos heredados de la filosofía y en especial de la epistemología, con la instauración de las perspectivas naturalizadas, han ido ya abandonando su centro de gravedad y han permitido el movimiento más o menos libre de los investigadores hacia espacios otrora considerados ajenos, y refractarios a las pesquisas filosóficas. La idea de los cauces separados, de las barreras disciplinarias, ha probado ser sólo un conjunto de espejismos. Un epistemólogo hoy puede incursionar con toda legalidad en la biología evolucionista, en la psicología y las ciencias cognitivas, en la sociología del conocimiento, sin la sensación de estar cayendo en traición, ni cometiendo errores categoriales. Ha habido una reorganización más abierta y porosa del espacio disciplinario. No se trata de que la gente haga inter o multidisciplina. Se trata más bien de que no se siente la presencia de barreras o campos divisorios. Nos estamos volviendo fantasmas capaces de atravesar los muros del viejo castillo sin casi percibirlos.

Sabemos hoy que la ciencia no es una clase natural (es decir, que haya una manera de caracterizarla de modo que se separen nítidamente las actividades y representaciones que pertenecen a ella de las que no), como tampoco lo es la filosofía. Entre las prácticas de una y otra hay acercamientos y distancias locales circunstanciales, que a veces las confunden y otras las vuelven agua y aceite. Me explico. Veo más cercanía y similitud entre la actividad de un filósofo de la mecánica cuántica esclareciendo el asunto de la no localidad de las interacciones y la del algebrista tratando de encontrar una expresión más clara de las dependencias formales en el mismo fenómeno, que entre el primero y un filósofo de la física (que busca por ejemplo una interpretación de la idea de tiempo en la termodinámica), y que entre el segundo y un matemático.

No creo que haya respuestas claras ni interesantes a la pregunta de cuándo un filósofo se ha empapado tanto de información empírica (sobre una epidemia por ejemplo) y se ha adentrado tanto en los detalles particulares que ha dejado de hacer filosofía y ha comenzado a hacer ciencia, o historia para el caso.

Mi impresión es que si el proyecto, la pregunta, la curiosidad o la pasión lo exigen, el filósofo no debe detenerse. Estoy pensando por ejemplo en aquellos filósofos de la biología evolucionista que terminan interactuando más con biólogos practicantes que con otros filósofos y publicando con ellos y asistiendo a sus congresos.

Hay preguntas que exigen la apertura. De qué manera por ejemplo define lo social, lo negociado y pactado en circunstancias complejas, la forma misma del conocimiento. Cómo es que la forma o estructura de un concepto científico presenta huellas de la situación epistémica, política y personal de sus constructores. Qué tiene que enseñarnos la historia a la hora de buscar respuesta a esto. Qué aspectos de una práctica científica pueden revelarse a través de la investigación de los elementos no representacionales de la misma. Es la filosofía de la ciencia misma un actor histórico crucial a la hora de reconstruir los contextos de producción del conocimiento científico. Puede ella a su vez estudiarse reflexivamente como un producto marcado fuertemente por su contexto. Hoy día preguntas como éstas están recorriendo, para su fortuna, las páginas y los espacios aéreos de la filosofía de la ciencia.