sabado Ť 14 Ť abril Ť 2001

Ilán Semo

El espejo furtivo

El libro más reciente de Neil Harvey --La rebelión de Chiapas-- cumple el rigor de la academia, lo cual no es una crítica. Sin embargo, corre el riesgo de ser leído como un ensayo sociológico, cuando en realidad se trata de un testimonio inmediato de los hábitos y las costumbres que rigen la vida cotidiana de las poblaciones que habitan los territorios rebeldes en Chiapas. Como Moss, como Thompson, como tantos etnógrafos ingleses, el oficio de Harvey es visual. Magníficamente visual. En su numerosa recolección, casi no hay página que no pueda verse, y que no haya sido escrita para verse. Descripciones o recuentos que en otros autores quedarían reducidos a un pie de página domiciliario, en él cobran vida como inscripciones singulares, irrepetibles. Debo reconocer mi predilección por la sociología descriptiva (la de Harvey es inevitablemente más que eso). Crear una imagen supone un ejercicio más honesto e imparcial que resignarse a una fabulación teórica. Las teorías distraen o dispensan al tiempo; las imágenes lo perpetúan. ¿Qué es la "realidad" sino una imagen detallada por escrito?

Hay un pasaje de La guerra y la paz de Tolstoi que ilustra y extiende el método de Harvey. Borodin pasea con un joven oficial por los jardines del palacio. El oficial le informa sobre los desastres de la guerra contra Napoleón. A lo lejos divisan a un viejo campesino sentado sobre una enorme piedra, que hace movimientos incomprensibles. Se le quedan mirando fijamente y Borodin asienta con aire de desdén: "Los pobres, enloquecen". El noble y el oficial siguen su camino hasta acercarse a la piedra donde el viejo campesino continuaba agitándose. Al observarlo de cerca se quedan perplejos: estaba afilando su hacha...

Recreado por Harvey, el mundo de Ocosingo y los municipios aledaños a la selva aparece en un acercamiento a su proximidad más crítica: la mirada interior. El dilema es antiguo y actual a la vez: ¿cómo interpretar a una sociedad sin las intromisiones y deformaciones que proyecta la mirada exterior a esa sociedad? ¿Cómo evadir la trampa de leerla a través de un sentido que le es ajeno? Una historia mínima de las miradas del mundo indígena reconocería por lo menos tres versiones arquetípicas. La mirada colonial, en la que ser indígena significaba ser pagano o (un) ser sin alma. La mirada ilustrada del siglo XIX, que los condenaba a un confín en proceso de "civilizar". Y la tercera, la mirada mestiza, que en la primera mitad del siglo XX los excluyó como un "problema social", y hoy los descarta o los condena por una ausencia de vocación democrática.

Trazar una historia unívoca de estos hechos perpetuaría las teologías seculares que les dieron --y les siguen dando-- origen. Teologías, en su mayoría, de orden etnocéntrico. Sin embargo, todas estas miradas tienen algo en común: atribuyen al mundo indígena una carencia o una ausencia que justifica su exclusión o su descartamiento. El alma, en el siglo XVI; la razón, en el XVIII; el progreso, en el XIX; el desarrollo, en el XX; y la democracia, en el XXI. Siempre falta algo, un algo que tampoco el centro está convencido de tener.

Es una suerte de automatismo, que supone que los deseos y las necesidades de las culturas indígenas son una réplica de las que se gestan en un imaginario que, paradójicamente, ni siquiera se produce en los vagos espejos de la historia nacional. De esta deforme mentalidad, en gran parte inconsciente e incontrolada, está saturada la arrogancia de un posicionamiento -el que habla desde "la nación", desde "el Estado", desde "la ley"- que se satura inevitable y cotidianamente de giros y demarcaciones raciales, y que incluye al conjunto de la sociedad mexicana.

Las sociedades indígenas son tan buenas, complejas y desgarradas como cualquier otra. Si fueron, desde la perspectiva de la democracia parlamentaria, sociedades impregnadas de autoritarismo, ello se debe a que toda la historia de México ha transcurrido a la sombra del autoritarismo, y no a que sean sociedades indígenas. Finalmente forman parte integrante de la nación, ¿o no? México no ha sido un dechado de transparencia democrática y legalidad. Tampoco un paradigma de desarrollo económico. Sus mujeres no habitan precisamente en un paraíso. No es difícil comprender a los indígenas si se niegan a aceptar los "regalos de los griegos", y sólo exigen autonomía, es decir, el derecho a apostar por un futuro propio, que ya no pasa necesariamente por un "modelo" que no es ?ni ha sido? ningún modelo. Acaso, si la humildad fuese un atributo político, lo único que quedaría ofrecer sin artificios sería una invitación para edificar un destino compartido.

El libro de Harvey quiere responder a una pregunta intrigante. ¿Qué hay en las sociedades indígenas de la selva de Chiapas que les permitió emprender una "guerra" con los medios de la política, la producción simbólica y la toma de la palabra? Esa sí, una de las experiencias más originales del siglo XX. Su investigación se centra en la vida institucional de las comunidades. Se trata de instituciones visiblemente más eficientes que las que existen en el entorno que las rodea. No es sencillo sobrevivir a siete años de sitio y persecución guardando la paciencia, el estilo y la parsimonia. Menos aún, salir victoriosamente del trance.