SABADO Ť 14 Ť ABRIL Ť 2001

Ť Juan Arturo Brennan

Apología de mis libros

En los últimos meses ha pasado por mis manos, por razones meramente hedonistas, un buen número de libros, de los que al azar recuerdo ahora algunos: una gorda, sabrosa biografía de Stanley Kubrick escrita por Vincent LoBrutto; uno más de los tomos de la portentosa saga de ciencia ficción Dunas, escrito por el hijo de Frank Herbert, su creador; una colección de ásperos, intensos y posmodernos cuentos ingleses, editada por Nick Hornby; una recopilación de los lúcidos, socarrones y exactos ensayos de Guillermo Sheridan.

Y por necesidades laborales (que no están exentas de su componente de placer), he revisado también algunos libros sobre temas musicales, que aprovecho para recomendar a mis lectores: otros tres libritos de la serie que José Antonio Alcaraz ha dedicado con singular inteligencia y sensibilidad a narrar para los niños las vidas de diversos músicos (Bach, Moncayo, Peralta); el rico trabajo musicológico de Consuelo Carredano sobre Joaquín Gutiérrez Heras, que ofrece una visión amplia y panorámica de la obra y el pensamiento de uno de nuestros compositores indispensables; el libro en el que Luis Jaime Cortez corre el temerario riesgo (con éxito, por cierto) de crear una vida novelada de Silvestre Revueltas; una selección de la correspondencia de Mozart, editada por Kerst y Krehbiel; la monografía que Lorena Díaz dedica a Miguel Bernal Jiménez, subsanando con ella numerosas lagunas que había en el catálogo de sus composiciones.

Durante la lectura de estos libros (y muchos otros) nunca han dejado de estar presentes en mi mente algunas de las muchas frases felices que se han acuñado para reforzar la bibliofilia; en efecto, sí creo que todo lo que somos está en los libros, y también creo que los libros tienen la palabra.

Mientras leía algunos de los libros sobre música arriba citados, pensaba (como lo he hecho en otras ocasiones) en los numerosos melómanos de este país que por diversas razones no tienen acceso a conciertos y recitales, que no tienen recursos para crear una discoteca propia, que en el lugar donde viven no tienen una buena radiodifusora, y que tienen en la literatura especializada una de las vías alternas para acercarse a la música.

Hoy me pregunto, de manera retórica y específica: Ƒqué será de ellos si se concreta el efecto acumulado de la cascada de aberraciones fiscales que han sido propuestas para gravar el libro, castigar a la industria editorial y hacer la lectura más inaccesible que nunca? En el meollo de esta cuestión se encuentra una irresponsable e inverosímil declaración del señor subsecretario Agustín Carstens en el sentido de que los libros son como cualquier otra mercancía y por ello deben ser sujetos a un régimen fiscal de parámetros estrictamente mercantiles.

Después de leer tal declaración, hice un par de pilas con los libros que he mencionado y los revisé cuidadosamente uno por uno. Descubrí que la biografía de Kubrick no se parece a una bolsa de Cheetos, y que los ensayos de Sheridan no son como una Pepsi light, y que no hay elementos en común entre el Revueltas novelado de Cortez y una cajetilla de Marlboro, y que las cartas de Mozart nada tienen que ver con un teléfono celular, y que los cuentos recogidos por Hornby no se asemejan en nada a un horno de microondas.

Después de tan sesudo análisis comparativo no me ha quedado más remedio que preguntarme si este feroz y criminal ataque al libro, en un país que no lee, se debe al analfabetismo de sus proponentes, o son patadas de ahogado para paliar la añeja incompetencia fiscal de nuestras autoridades. Creo, más bien, que alguien allá arriba comprende con claridad meridiana que un pueblo lector se convierte, naturalmente, en un pueblo elector. Y esto hay que evitarlo a toda costa, Ƒno es cierto?

Más por cuestiones de índole casi litúrgica que por afanes de acumulación egoísta y propiedad privada, no suelo desprenderme de mis libros con facilidad. En esta ocasión, dadas las circunstancias, haré una excepción aunque me pese. Declaro mi disposición inmediata a donar uno de mis libros de música (o de cualquier otro tema) al señor subsecretario Carstens, otro a su jefe del señor subsecretario Carstens, otro más a su jefe de su jefe del señor subsecretario Carstens, y algunos otros a los demás burócratas, empujalápices, y tinterillos bibliófobos responsables de una de las peores ideas de que se tenga memoria.

Si aceptan mi oferta y mis libros, quizá una revisión cuidadosa les permita descubrir que son algo más que cualquier otra mercancía. O quizá no...