DOMINGO Ť 15 Ť ABRIL Ť 2001

Carlos Bonfil

Descubriendo a Forrester

Gus Van Sant, el notable cronista fílmico de experiencias marginales (Mala noche, Drugstore cowboy, Mi camino de sueños), el comentarista ácido del poder de los medios de comunicación (Todo por un sueño), el cultivador de una nostalgia rural en tono de western feminista light (Sueños del camino), el arriesgado reconstructor, cuadro por cuadro, de la película Psicosis, renueva en Descubriendo a Forrester (Finding Forrester), su capacidad de sorprender a sus seguidores, de intrigarlos o desalentarlos. En su película más comercial, Mente indomable (Good Will Hunting), Van Sant llevó a la pantalla el guión de dos de sus jóvenes intérpretes, Matt Damon y Ben Affleck, sobre un genial matemático precoz (Damon) y su relación con su psicólogo (Robin Williams). En Descubriendo a Forrester el esquema apenas ha variado. Nuevamente sitúa el director otra historia de talentos tempranos en un medio popular (el Bronx neoyorkino), donde un adolescente negro de 16 años, Jamal Wallace (Rob Brown, en su primer protagónico), amante del baloncesto y de la literatura, descubre la entusiasta tutoría de un escritor auto jubilado, el escocés William Forrester (Sean Connery), ganador del premio Pulitzer, treinta años atrás, por su única novela, Avalon landing, un éxito consagratorio.

Sorprende el modo romántico y artificioso en que Gus Van Sant intenta limar cualquier aspereza inherente al relato: la ambientación en el Bronx, un territorio donde supuestamente "ni la policía se atreve a entrar", se vuelve increíblemente amable, los compañeros de Jamal son todos comprensivos y sus padres un modelo de solidaridad afectiva; de igual modo, en la escuela privada a la que ingresa becado los demás alumnos aparecen desdibujados, casi torpes, frente al prodigioso almanaque literario en que se ha convertido el baloncestista estrella. Incluso su incipiente relación con la joven Claire (Anne Paquin, la niña de El piano) carece de sustancia y consecuencia, jamás desarrolla sus posibilidades, y ello va en detrimento de la actuación de la joven. Queda la larga comunicación platónica de Forrester y Jamal, el desvanecimiento romántico de la brecha generacional, y una novela de aprendizaje saturada de lugares comunes sobre la inspiración y la espontaneidad creativa ("Primero escribes el borrador con el corazón, luego escribes de nuevo con la cabeza; la clave para iniciar la escritura es escribir, no pensar", etcétera), hasta llegar al enfrentamiento de la pureza creadora con la mezquindad de un académico envidioso (F. Murray Abraham), variante del Saltieri de Amadeus.

Las obviedades en el planteamiento de la historia, y todo su didactismo edificante, contrastan con la agilidad narrativa del film y con los aciertos de su fotografía. Una secuencia como la disputa en el terreno del baloncesto entre Jamal y un contrincante mulato, transcurre casi en silencio, con un ritmo febril, y es mucho más reveladora de la personalidad del protagonista que los largos parlamentos que la preceden. De igual modo, en la secuencia de los créditos, en la rápida galería de rostros juveniles, y en el registro de detalles urbanos, Van Sant renueva sus cualidades de observador social acucioso, dejadas un tanto al lado en sus dos películas anteriores. El carisma de Sean Connery y su actuación atinada mantienen vivo el interés del espectador (una secuencia muy buena, Forrester perdido en el Madison Square Garden), aun cuando su caracterización tenga tanto de una fantasía de bestseller de superación personal, como del perfil de un "personaje favorito" del Reader's Digest.

Alejado por completo del oscuro escepticismo de sus primeras cintas, visiblemente atraído por la fabulación hollywoodense que dispensa caricias al espectador en cintas tranquilizadoras (feel-good movies), Gus Van Sant cumple con destreza el primer cometido del género elegido y de su vehículo industrial: entretener. Esto es sin embargo un consuelo muy magro para los cinéfilos que de él esperan siempre sorpresas más estimulantes.