Crecí arrullado por los incesantes pitidos de las locomotoras, como barcos que parten o llegan a puerto. Entre olores de hierro frotado, humo, grasa, sudor y tierra mojada eduqué mi olfato, y aprendí a reconocer el hálito de la distancia acá en Entronque. Como pueblo le puede parecer a usted medio rabón, pero aquí intersectan diversas rutas del ferrocarril. Siempre hay trenes en el horizonte, y esa, con su perdón, es una vista grandiosa.
Muchos destinos que embarcan o desembarcan aquí se cruzan. Mi abuelo llegó de maquinista, en tiempos del vapor. Bueno, decir que llegó es mucho. Pasaba seguido, y dejó descendencia. Mi abuela, rielera, le fue fiel casi siempre. En plena Revolución, este era pasaje rebelde. Mi abuelo conducía la máquina en que alcanzó el general Angeles el campamento de Pancho Villa la primera vez., y se detuvo en Entronque. Mi abuela tuvo la oportunidad de conocer al general.
Mi padre nació por aquellos tiempos. Desde joven se hizo guardagujas, que era un cargo de categoría. Alcanzó lo que ahora llaman nivel de excelencia. No hizo otra cosa en la vida.
Si lo pudiera ver desde el aire, Entronque le parecería un manojo de rieles, el tráfico se congestiona, el menor descuido desviaría la ruta a los trenes. Guardar las agujas y las vías es un cargo de responsabilidad. El caso es que mi padre nunca salió de aquí, fincó la casa donde nací, entre la estación y los almacenes. Aprendí a caminar en los durmientes, y dominé los secretos del equilibrio en los cabuses amarillos que abordaba mi madre para vender café y tamales; balanceándose recorría los vagones hasta la siguiente estación en cualquiera de las direcciones, y luego tomaba el regreso. Empecé en su rebozo, pero pronto la asistía con las tazas en el sarandeo.
El sindicato, antiguo como todo en el pueblo, concede prioridad de contratación a las familias de sus miembros, así que desde chico me agencié una plaza de boletero. Mi lugar de trabajo ha sido esta silla giratoria y muelle que me permite verlos a todos y cada uno de ustedes a través de la ventanilla. Uno a uno, los rostros de los viajeros comparecen, los miles que en Entronque cambian trenes. Quien viene de la capital puede optar por la frontera, la costa, la sierra, o viceversa. Y precisamente de aquí son los pasajes y el boleto autorizado.
La Revolución dejó corridos y un cierto sabor a Historia, a lugar donde alguna vez "pasó" algo memorable. Salimos en las guías turísticas como un puntito rojo, han rodado aquí películas y documentales, y dos o tres presidentes vinieron, protocolariamente en tren.
Es curioso. Teniendo la posibilidad de tomar tantos rumbos, conocer las ciudades, los puertos, el Gran Canal, permanecí a cargo de las taquillas. Soy jefe del Departamento de Boletería de Entronque y lo seré hasta que me decida jubilar.
Fuera de los cables de luz, nada se interpone entre el ramillete de rieles y el cielo azul y vasto que cubre con su manto la estación de Entronque. Muy agradable. Mi mujer y yo tenemos una casa grande. Regalo de mis suegros. La quisimos hacer posada. Aquí para mucho viajante. Nos fuimos llenando de hijos, necesitamos los cuartos, al cabo de unos años cerramos el servicio y dedicamos a la prole las recámaras.
Tardamos en conocer la televisión. Además del billar y un restorancito de tolerancia, aquí no había antes mucho con qué entretenerse.
Mis hijos grandes se fueron a estudiar, una está por casarse del otro lado, el mayor termina ingeniería en la universidad y ya trabaja de consultor para la Compañía. Es el primero de la familia que ingresa no por el sindicato sino por la patronal. Quedan los menores. Le debo parecer un conformista, pero mi mujer y yo estamos muy hallados, yo en la taquilla, ella en la casa. Es grande el patio, tenemos huerta, animales. Como si no tuviéramos bastante con los niños. Ella cose y borda. Yo hago carpintería, puse mi tallercito. Ocupación no falta.
Le voy a confesar mis razones para que lo considere suficiente . Viera la enorme tranquilidad que me produce saber que existen tantos destinos. Amo oir de viva voz a los viajeros animados, tristes o fugitivos, hablar de una parte u otra, como si trajeran los aires del punto de partida. Con eso me basta. Y afortunado diga que me considero. De sólo conocer las oportunidades que se abren ante los usuarios, llegó a sentirme, un poco, parte de cada viaje que pasa. Eso, como que me impregno, ándele. Como los cantineros, que no se hacen borrachos mientras duran en el cargo.