DOMINGO * 22 * ABRIL * 2001
MAR DE HISTORIAS
Agua salada
Ť Cristina Pacheco Ť
Ignoro cuánto tiempo caminé por la playa con el paquete bajo el brazo. Sé que iba tan de prisa como me lo permitían el calor y la arena. Deseaba huir de las familias, de las parejas, de los vendedores que endulzaban el aire con el aroma de sus golosinas. Cuando escuché el pregón del paletero sentí deseos de acercarme a él y preguntarle desde cuándo estaba allí y si había sido cliente suyo un joven alto, moreno, con un mechón blanco cayéndole hasta el lóbulo de la oreja derecha.
Por fortuna no cedí a mis deseos. El paletero me habría dicho: "A diario pasan por aquí infinidad de personas. Muchas se detienen a comprarme. Trabajo de prisa. No veo sus caras, a menos que me hagan conversación. ƑCuándo me dice que ese joven anduvo por aquí?"
Cómo explicarle que mi hermano Danilo había estado en Veracruz un año antes. Al mismo tiempo que cumplió sus dieciocho años realizó su sueño de conocer el mar. Además, era imposible saber si Dany había estado precisamente en esta parte del malecón. Conociéndolo, es mucho más probable que se hubiese refugiado en alguna playa lejana, donde pudiera oír las olas sin que nadie malinterpretara su arrobamiento.
Seguí caminando sobre la arena húmeda. Cada remesa de olas dejaba un saldo de conchitas, piedras porosas, maderos, algas que se enredaban en mis pies, cangrejos diminutos que con sus patas trazaban una escritura indescifrable. Me detuve a mirar las huellas. Las interpreté como un mensaje que mi hermano me enviaba desde una doble profundidad: el mar y la muerte.
La idea me recordó las tarjetas postales que me mandó Danilo. Llegaron con dos días de diferencia, una semana después de que lo sepultamos. La primera vino de Puebla. Era apenas un saludo: "Nos vemos pronto. Cuídate". En la brevedad del mensaje, en la letra descuidada, adiviné la prisa del viajero que antes de reemprender el camino sólo tiene libres unos minutos. ƑCuántos? No importa. Fueron casi los últimos.
La segunda tarjeta era de Veracruz. La ilustraba un paisaje marino con gaviotas: "Ya lo conocí. Es más precioso de lo que me imaginaba. Me gustaría que estuvieras aquí". En la firma una mancha desdibujaba el punto de la i. Pensé que sería de sudor y cerré los ojos para imaginarme la gota deslizándose desde la frente de mi hermano hasta la punta del mechón blanco que lo hacía muy semejante a mi abuelo.
II
A mi tía Benita, que se encargó de criarnos, le encantaba descubrir cómo aquel parecido se iba acentuando en el rostro de mi hermano. Esa evidencia le autorizaba para vaticinar que al cabo de los años Danilo tendría el mismo carácter del abuelo Santiago. Aún recuerdo su tono convencido: "Cuando tengas sesenta años serás gruñón, maniático y muy enamorado".
Benita aludía a un futuro que jamás iba a suceder. Empezó a cancelarse mucho antes de que sostuviéramos aquellas conversaciones: en la época en que ella estaba encargada de la biblioteca Sámano del Prado.
Era un cuarto blanco con cuatro mesas, ocho bancas y cinco anaqueles. Me parecían inmensos, quizá porque lo ocupaban muy pocos libros: vidas ejemplares, una enciclopedia anticuada e incompleta, antologías de poetas tenaces y desconocidos, textos escolares y un volumen encuadernado en piel: Nuestros litorales. En sus páginas Danilo descubrió los mares. Aun lo recuerdo acodado sobre la mesa, mirando los mapas donde el ilustrador había puesto franjas blancas, arriscadas, que simulaban la huella de las olas sobre la arena.
Danilo era cuatro años menor que yo. El, que siempre había querido involucrarse en mis juegos. Perdió todo interés cuando descubrió las posibilidades de hacer viajes imaginarios por las páginas de Nuestros Litorales. Al principio simulé alivio -"šqué bueno que por fin me dejas en paz!"-, pero después aquella separación me inquietó. La angustia se convirtió en pánico una noche en que mi hermano me confesó sus proyectos: "No se lo digas a tía Benita, pero en cuanto pueda pienso irme a recorrer todos los mares". Me daba cuenta de que aquello era un imposible, pero aún así quise saber si en el proyecto de Danilo estaba yo.
Cuando me supe excluida de sus planes, el rencor me convirtió en una persona abominable: le informé a Benita los proyectos de mi hermano. Mi tía reaccionó como había supuesto: de inmediato le prohibió a Danilo el contacto con Nuestros litorales, le exigió un mejor rendimiento en la escuela y le advirtió -cosa que nunca había hecho- que no estaba dispuesta a seguir sacrificándose para, al final, verlo convertido en un vagabundo sin oficio ni beneficio. Aunque mi hermano y yo volvimos a la vida de antes, ser niños dejó de ser divertido.
Pensé que mi hermano había renunciado a sus sueños. Comprendí mi error años más tarde, cuando obligado por Benita, Danilo terminó la secundaria. Le entregó el diploma a mi tía. Ella lo recibió con devoción. Su dicha duró muy poco. De inmediato Danilo nos informó que dejaba para siempre la escuela: "Buscaré un trabajo y con lo que ahorre, no importa cuánto me tarde, me iré a conocer el mar". Mi tía quedó petrificada. Su silencio era el eco de su desencanto. Miré a Danilo con la esperanza de que esta vez me hubiera incluido en sus planes. Por la forma en que me acarició la mejilla comprendí que no lo había hecho. En su caricia presentí una despedida.
Danilo no pudo ver cumplida su ilusión. Sin presupuesto ni visitantes, las autoridades municipales decidieron cerrar la biblioteca. Benita me pidió que la ayudara a empacar los libros. Sentí un placer oscuro cuando guardé en una caja de cartón Nuestros litorales. No resistí el impulso de mirar por última vez los mapas que habían seducido a mi hermano. Abrí el libro. Apenas pude contener un grito: de las ilustraciones sólo quedaban los huecos. Me asaltó una sospecha. La comprobé hace unas semanas, cuando decidí enfrentarme al mar y despedirme para siempre de Danilo.
III
La muerte de Danilo nos sumió en el dolor a Benita y a mí. Las dos hemos tenido que esforzarnos mucho para encontrarle un sentido a la vida. El trabajo nos salva de la depresión. Mi tía atiende de la mañana a la noche el tallercito de costura que montó en lo que era nuestra sala. Yo me dedico a mis alumnos. Me encanta ver cómo van descubriendo las cosas. Me emociono hasta las lágrimas, sin que ellos comprendan el motivo, cuando estudiamos geografía y los veo maravillarse ante la riqueza de Nuestros litorales.
Este abril, antes de salir de vacaciones, les pedí a mis alumnos que, de regreso, narraran su experiencia en dos páginas. Josué Pavón escribió un texto bello acerca de su encuentro con el mar y me entregó un regalo maravilloso: un caracol. Me lo acerqué al oído. En los ecos del mar creí advertir la voz de Danilo. Entonces tomé una decisión.
El sábado, aprovechando que Benita se fue a entregar unas composturas, entré, por vez primera desde su muerte, en el cuarto de Danilo. La clausura, el encierro y el calor habían creado un ambiente especial. Tuve la sensación de hallarme en una pecera. Un rayo de sol iluminó el ropero. Lo abrí.
La ropa de Danilo seguía colgada. Me costó mucho trabajo decidirme a tocarla. Lo hice despacio, como si fuera a disolverse con mi tacto. Sentí algo áspero en la bolsa de una camisa y hundí la mano. Encontré, bien doblada, una ilustración de Nuestros litorales. Lo mismo sucedió cuando revisé el resto de los bolsillos. Extendí sobre el piso las páginas brutalmente cercenadas del libro y me senté a mirarlas, como lo habría hecho Danilo, en ese mismo cuarto y también en secreto.
Ya muy noche metí las ilustraciones en un sobre y decidí arrojarlas al mar. Lo hice este mediodía. El sobre flotó unos segundos. Cuando desapareció tuve la sensación de ver a Danilo otra vez niño, acodado sobre la mesa de la biblioteca, contemplando absorto la belleza de Nuestros litorales.