En 1985 Fernando Charry Lara publicó una breve antología comentada de la poesía colombiana, que incluía a poetas modernistas de finales del siglo XIX y principios del XX, y a otros bardos que conformaron en las seis primeras décadas del siglo grupos como "Los nuevos", "Piedra y cielo", y "Mito", que dejaron honda huella en la poesía colombiana contemporánea. Poetas como el propio Charry Lara, Rogelio Echavarría, Héctor Rojas Herazo y Álvaro Mutis son, en la actualidad, los últimos representantes de un entorno poético que se ha ido desfigurando en múltiples rupturas e insólitas propuestas, como reflejo de un país desesperado que nunca acaba por encontrarse a sí mismo.
La poesía colombiana, aunque ha tenido ciertos planetas fulgurantes y nítidos como José Asunción Silva, León de Greiff, Porfirio Barba Jacob y Aurelio Arturo, ha sido en general de modesta tradición, comparada con la de países como Argentina, México o Cuba. Sin embargo, ha contado con una constelación brillante de inmensos poetas menores, que son los que en definitiva han constituido el cuerpo de la poesía colombiana, desde que el cronista de la conquista Juan de Castellanos vertió su testimonio en más de ciento cincuenta mil endecasílabos. En los últimos cuarenta años, a partir de la frenética irrupción de los nadaístas comandados por el ingenioso, ocurrente y corrosivo Gonzalo Arango, hasta los poetas de la generación sin nombre y del estado de sitio y de las generaciones desencantadas más recientes, en la poesía colombiana ha sucedido de todo y no ha sucedido nada: quedan sólo unos cuantos nombres con algunos poemas excelentes, a veces con sólo unos cuantos versos, como testimonio irrebatible de que la poesía colombiana de las últimas décadas es tan desigual como el país que encarna. Me atrevería a mencionar algunos de esos nombres que son, al fin y al cabo, el hilo conductor hacia los planetas que mencioné antes: Jaime Jaramillo Escobar, José Manuel Arango, Giovanni Quessep, Nicolás Suescún, Mario Rivero, Darío Jaramillo Agudelo, Harold Alvarado Tenorio, Juan Manuel Roca, Ricardo Cuéllar Valencia, Juan Gustavo Cobo Borda, Raúl Gómez Jattin, Álvaro Rodríguez, Santiago Mutis, Piedad Bonet, William Ospina...
Herederos de esta tradición en un país herido por una historia canibalesca, son los jóvenes poetas que hoy incluimos en esta brevísima y, por supuesto, incompleta y arbitraria muestra de la nueva poesía colombiana. Ellos ponen el dedo en la herida y cantan, sin otro oficio como dice el excelente Federico Díaz Granados que el de otorgar el canto a los pájaros muertos. Hablan de ángeles ebrios y de la aurora, de encuentros y oficios de sobrevivientes, de guerreros heridos y nocturnos, de ciudades cautelosas y transfiguradas, de epitafios, pesadillas y aves de alivio. La nueva poesía colombiana es como el país vibrante: se mira en un espejo, se reconoce y canta.
Federico Díaz Granados (1974) El poeta transita el tiempo
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Giovanny Enrique Gómez (1979) Las veo que danzan, dormidas,
No estoy dormido y sueño,
¿Cómo puedo sostenerme en pie
Sombras que danzan como olas tranquilas,
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Jorge Chaputo (1964) La noche caería al amparo del desvelo,
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Juan Felipe Robledo (1968) El árbol sobre la colina quiere detener el
tiempo |
Lauren Mendinueta (1977) La impresión está llena de errores.
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Liana Mejía (1961) Amo esta ciudad
Esta ciudad con sus fronteras
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Ramón Cote (1963) Mírame de frente a los sueños
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Gonzalo Márquez Cristo (1963) La pesadilla es blanca
Todos avanzamos de espaldas:
Y al suspendernos en el ojo de la noche
¡Perpetuaremos el relámpago! |
Julio Daniel Chaparro (1962-1991) Si el sol sigue dorando las estrellas
da el paso que debieras
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