lunes Ť 23 Ť abril Ť 2001

Elba Esther Gordillo

Lo público y lo privado

Si los integrantes del gobierno siguen minimizando y aun descalificando la crítica, y creen que la función pública carece de límites, el cambio se desvirtuará y la ciudadanía tendrá que buscar otro proyecto para intentarlo de nuevo

La remuda generacional que ha sufrido la clase política nacional desde hace ya varios años no termina y, por el contrario, se ve potenciada por la llegada de un nuevo grupo de interés con diferente origen y formación, que está produciendo un fenómeno que puede tener efectos indeseables si no se previene y, eventualmente, se modifica.

Por un lado, la llegada a los puestos públicos de integrantes de la sociedad, sin antecedentes previos de ningún tipo en la función pública, está acercando el poder a la gente; eso es algo que la ciudadanía quería, toda vez que las viejas formas ya no correspondían ni con la estructura actual de la sociedad mexicana ni con las aspiraciones de cambio.

La manera un tanto alambicada de formas suaves, pero acciones que no siempre lo fueron; de lenguaje extremadamente cuidado, muchas veces incomprensible que caracterizó por muchos años a la clase política, ya no era útil para una sociedad en la que las relaciones jerárquicas se derrumbaron y la comunicación, en todos sus niveles y formas, presenta un reto formidable, quizá el mayor que hayamos tenido como civilización.

Junto con la llegada de estos nuevos personajes, y quizá por ello, los problemas que enfrentamos, unos nuevos y otros viejos, desde los que atraen a una familia o incluso a alguno de sus integrantes, hasta los que tienen que ver con la nación toda y que reclaman explorar el presente y también el futuro, son abordados por quien quiera hacerlo, no siempre experto en la materia o que haya hecho del debate su práctica común.

Las encuestas de opinión de todo tipo y temática, los programas que nutren su contenido del contacto con quienes viven la calle, la medición de opinión que ahora se basa en marcar un teléfono y elegir, e incluso el que los televidentes puedan decidir la trama de alguna telenovela, han detonado un fenómeno verdaderamente impactante que, si bien no fue impulsado por el nuevo gobierno, sí forma parte de la fenomenología que lo hizo posible.

La conjunción de ambos hechos habla de ese cambio que tanto motivó a la sociedad, pero que está estimulando la desprofesionalización de la función pública. Es tanta la afluencia de opiniones que los funcionarios han tenido que encontrar cómo responder ante él, no siempre con argumentos responsables u originados desde la seriedad del ejercicio público. El calificar de "politiquerías" argumentos serios o llamarse objeto de conspiraciones perversas ante cualquier señalamiento o decir que sólo "mis" encuestas son veraces, empieza a relativizar eso que debería ser el eje del cambio: la crítica.

Igualmente, contagiados por la facilidad para opinar, se han olvidado que la administración pública señala espacios que deben agotarse plenamente antes de incursionar en otros. El que un funcionario aborde temas que no le corresponden, se ha vuelto un espectáculo chusco, por decir lo menos; irresponsable sería el calificativo adecuado.

Como parte de la misma confusión, los funcionarios ignoran que si bien tienen derechos como todos, la función pública les impide rebasar ciertos límites.

El patético despliegue del secretario del Trabajo, Carlos Abascal, y la no menos desafortunada declaración de "apoyo" del presidente Vicente Fox, lo evidencian: así como es ilegal hacer de lo público algo privado, también lo es tratar de hacer valer lo privado ante lo público. Si los integrantes del gobierno siguen hablando por hablar, minimizando y aun descalificando la crítica, y creen que la función pública carece de límites, el cambio se desvirtuará y la ciudadanía tendrá que buscar otro proyecto para intentarlo de nuevo. Ť

 

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