Jueves Ť 26 Ť abril Ť 2001
Soledad Loaeza
Las cuentas de la lechera
Los mexicanos nos hemos cansado de repetir y escuchar la frase: "pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos", atribuida a Porfirio Díaz. Sin embargo, ahora, para asegurarnos de que estamos viviendo nuevos tiempos nos empeñamos en revertir los términos de esta fórmula para que los americanos digan: "Feliz Estados Unidos, tan cerca de México y tan lejos de Dios". De ahí que, como nunca antes, estemos dispuestos a firmar acuerdos, tratados, cartas de intención e iniciativas diplomáticas que prueben nuestra buena voluntad hacia ese país. Es decir, estamos haciendo lo que nos corresponde en la política hemisférica del gobierno de Bush. A cambio de ello el secretario de Estado, Colin L. Powell, ha prometido "...una diferencia vital en la vida..." de cada habitante de esta región ("The work of a hemisphere", The New York Times, 19 de abril). Hoy en día América Latina es el área del mundo que presenta las condiciones más favorables al éxito del unilateralismo estadunidense en política exterior, que es la marca del imperio; más todavía, en ninguna parte fuera de Estados Unidos se siente el presidente Bush tan a gusto. En la actualidad Washington sostiene que el hemisferio es una comunidad de valores e ideas (desde el libre comercio hasta la defensa de los derechos humanos), que pretende traducir en comunidad de intereses, negando las naturales contradicciones y divergencias que separan al país más poderoso del mundo de una de sus regiones más débiles. Powell sostiene que los países que comparten su visión tienen que ser proactivos en su defensa.
Dentro de este contexto deben leerse los cambios que ha introducido el presidente Fox en la política exterior; pues el significado o las posibles consecuencias de la nueva relación de cooperación que se ha propuesto con Washington, adquiere una dimensión bien precisa a la luz de la política exterior estadunidense, que distingue mal los aliados de los agentes. De ahí que resulte inquietante que la transformación más importante en materia de política exterior se haya operado en el plano de las actitudes, donde atrás han quedado las suspicacias y la desconfianza de los gobiernos mexicanos que en el pasado preferían mantener su distancia en relación con Washington. Incluso aquéllos que en su momento se vieron obligados a recurrir al apoyo estadunidense para sortear una situación de emergencia, por ejemplo, en las distintas crisis financieras de los últimos veinte años, se esforzaban por contrarrestar los efectos de esta dependencia manteniendo una terca independencia en otras áreas de su política exterior. La relación con Cuba es el ejemplo más claro del tipo de contrapesos que buscaban los gobiernos mexicanos para aliviar los costos de la hegemonía estadunidense. Es posible que el efecto real de esta política fuera limitado en términos de la capacidad negociadora mexicana frente a Estados Unidos, sin embargo, tenía la virtud de manifestar --tal vez implícitamente-- que sabíamos bien que nadie come de gratis, y que nos manteníamos vigilantes para oponernos a los previsibles abusos de un vecino poderoso que la mayoría de las veces no nos oye ni nos ve. (Y cuando nos ve, muchas veces tira a matar.)
La confianza casi ciega con que el actual gobierno ha recibido y atendido las propuestas de Washington en diferentes materias es muy sorprendente, pues no hay ningún indicador de que haya reconocido que México tiene intereses propios perfectamente legítimos, que tiene derecho a defender. Parecería que para el presidente Fox, el hecho de haber llegado a la Presidencia por la vía de una competencia electoral limpia y equitativa es condición suficiente para que Bush lo reconozca y lo trate como su igual; como si la indiscutible legitimidad democrática del gobierno mexicano hubiera borrado las asimetrías entre los dos países, y eliminado el tono de hegemonía que colorea sus relaciones.
La elección del pasado 2 de julio generó muchas expectativas, alimentó ilusiones y proyectó espejismos. Uno de ellos puede ser el del liderazgo internacional --o cuando menos regional-- que al presidente Fox tanto entusiasma. Sin embargo, en estas cuentas alegres parece no tener presente la tradicional desconfianza que a otros países latinoamericanos inspira un México demasiado cercano a Estados Unidos. Para ellos el origen democrático de nuestro gobierno es un dato secundario cuando lo que está en juego es la influencia estadunidense en la región; en cambio, lo que no han perdido de vista es la geografía, la dependencia económica y el tono de la política hemisférica de Bush y Powell.