JUEVES Ť 26 Ť ABRIL Ť 2001
Margo Glantz
Viaje a Noruega
Abril 19, desembarco en Oslo (450 mil habitantes): š16 grados bajo cero!, o por lo menos es lo que se anuncia en la pantalla del televisor que está frente a mi asiento; la velocidad es de 958 km por hora, la silueta del avioncito donde viajo va entrando poco a poco a Noruega, se ven los fiordos, unas lengüetas de tierra, unas entradas de mar, nieve, mucha nieve, enfrente, en la misma pantallita, se lee la palabra Bergen, una ciudad que visitaré después; a medida que descendemos, el capitán anuncia el estado del tiempo: nublado, dice y agrega: dos grados bajo cero. Me estremezco, me he pasado la vida viajando y siempre es lo mismo, nunca recuerdo lo que hice en cualquiera de mis viajes anteriores, y con amnesia imperfecta olvido que en Europa (también en Estados Unidos), nunca llega la primavera, que se vive en un invierno perpetuo, con remiendos -patches- o remedos -asoleados y calurosos- de buen tiempo, y en definitiva, a donde quiera que uno vaya, excepto Yucatán, la única ropa adecuada para viajar es la de invierno.
Con su sabiduría habitual, en su ensayo sobre el narrador ruso Leskov, Walter Benjamin -a quien leo en el avión- nos explica (mientras reflexiona con nostalgia sobre la imposibilidad de narrar como antes se solía), que el hombre moderno, sobre todo a partir de la Primera Guerra Mundial, se ha contagiado de información y ha perdido su antigua sabiduría, el conocimiento transmitido de generación en generación que llamamos experiencia: ''Esta generación, exclama, una generación que para ir a la escuela utilizaba los tranvías tirados por caballos, se encuentra, de repente, en medio de un paisaje donde todo ha cambiado, excepto las nubes, y debajo de ellas, en un campo de fuerzas explosivas y corrientes destructoras, el pequeño y frágil cuerpo del hombre". Un hombre enclenque, disminuido, incapaz de sacar provecho de sus acciones. Y así me veo, de inmediato, mezquina, ojerosa, descangallada, enfundada sin gracia en un impermeable gris y dispuesta a iniciar mi aventura escandinava. šQué remedio!
En el aeropuerto me espera Juan Pellicer, el sobrino de don Carlos, el poeta más grande de la generación de Contemporáneos -me explica luego Carlos Monsiváis (el único mortal que, por lo menos en México es todavía sabio y cuya memoria, prodigiosa, supera a la de Funes el memorioso). Juan es maestro de letras hispanoamericanas en la universidad de Oslo y ha organizado un simposio sobre literatura mexicana. Asisten varios profesores noruegos (Jon Askalon, Birgen Ankvit) e hispanoamericanos (entre otros, el colombiano Alvaro Ramírez), una española de Canarias (Alicia Llarena), alumnos, el embajador de México, Marcelo Vargas, hijo de don Pedro, algunas mexicanas que aquí viven, casadas con noruegos, entre ellas mi querida amiga Zarina Martínez, quien amablemente me da alojamiento.
Al día siguiente, visitamos el museo de los vikingos, admiramos unos barcos auténticos, son cámaras funerarias, idénticos en su esbelta y labrada estructura a aquellas embarcaciones que condujeron a América, varios siglos antes que a Colón, a los marineros escandinavos. ƑNos cantaría otro gallo quizá? Sigue el museo Munch, dedicado en su totalidad al gran pintor. Es un edificio espléndido que alguna vez alojó a Rufino Tamayo. Un enorme parque con las esculturas de Vigeland, otra gloria nacional. Caminamos, tranquilos, dos perros negros, enormes, o así me lo parecieron, se acercan ladrando, con los dientes pelones, olisqueando, a un centímetro de nuestros cuerpos, su amo los deja hacer, siento correr la adrenalina por mi cuerpo, Ƒcorre la adrenalina? Juan le dice, en inglés, dos veces, que contenga a sus perros. El hombre por fin reacciona, los perros también, y todos nos alejamos. Una rotonda en un promontorio repleta de cuerpos macizos, enracimados, se escalonan, coronan el espacio, un obelisco de cuerpos, una avalancha de formas humanas en ascenso, parece una hecatombe, digo, Juan nos ha explicado la simpatía que Vigeland sintió por los nazis, advierto la semejanza que tienen su cuerpos con los cuerpos atléticos retratados por Lenni Rieffenstal en su histórico documental de la Olimpiada de Berlín, antes de la segunda guerra, conflicto bélico que produjo los campos de exterminio. Monsiváis me mira y me dice, Ƒpor qué no pensar mejor en una orgía? Sí, tiene razón, quizá se trate de una orgía: ese amontonamiento perfecto de mujeres y hombres, de ancianos y ancianas, de niños y de niñas, de todas las edades, en todas las actitudes y posiciones vitales, la imagen misma, la forma pura, la idea misma de lo que es y debe ser una estatua, la marca de una nueva relación entre los cuerpos de los hombres y el espacio. Sin embargo... soy obsesiva.
El domingo, por la mañana, salimos para Bergen. Es el 22 de abril. En un correo que le envíe el año pasado, menciono mi interés por conocer los fiordos: Juan Pellicer se entusiasma y con su generosidad habitual organiza un viaje extraordinario: varios trenes, un barco, un autobús, doce horas, un clima espléndido, una primavera con sol, cielos azules y montes nevados en la punta, con líquenes que atizan las montañas de tonos dorados o plateados, poca vegetación, una suave pelusilla que pronto se volverá una masa brillante de colores y de formas. Recorremos uno de los fiordos más extensos y bellos de Noruega, unos pueblitos con pocos habitantes, 145, 16 personas, casas, de repente hundidas en la nieve, dicen, sin luz ni electricidad, el baño en un pequeño cobertizo, fuera de la casa, hay que salir en pleno invierno y šahora estamos en primavera!
Llegamos a Bergen, ciudad de la antigua Liga Hanseática, 250 mil habitantes, de casas encaramadas en los montes, con anchas plazas, un estanque, casas antiguas de madera, ventanas con cortinas de encaje y macetas de flores, iglesias medievales y un funicular termina nuestro viaje. ƑSe podrá recuperar la sabiduría de aquellos viejos tiempos que Benjamin rememora con nostalgia?