JUEVES Ť 26 Ť ABRIL Ť 2001
Olga Harmony
Alejandría terminó
Para poder hablar de la trayectoria de José Enrique Gorlero habría que empezar diciendo: ''Desde muy joven...", porque todo lo hizo muy joven, incluso morirse. Quienes conocimos al refinado argentino que llegó a México huyendo de la cruenta dictadura en su país, poco podíamos imaginar su pasado en una comuna hippie. Lo vimos como actor en el malogrado experimento de Bruno Bert, el grupo Itaca, leímos sus inteligentes artículos y comentarios, sus entrevistas con muchos grandes del teatro universal, seguimos su carrera de director que culminó en su encuentro con Mónica Serna, la actriz a la que supo sacar un partido que otros directores no lograron. Supimos de su muerte y yo recuerdo que en el velatorio del IMSS, junto a su féretro, sus alumnos colocaron una mexicanísima ofrenda con su foto, los programas de su obras, café y cigarrillos: homenaje sencillo y honesto de quienes lo amaron mucho y nunca lo sintieron, como no lo sentimos los demás, extranjeros en nuestra tierra.
Por alguna razón, Gorlero nunca dirigió su texto Alejandría terminó dedicado a su actriz fetiche y a Arturo Ríos, que se encarga ahora de escenificar un joven amigo suyo, ya en plena madurez vital y artística. El texto habla de una Alejandría mítica, el cruce de todas las culturas, la del brillo, el hedonismo y los misterios, tal como la describe Lawrence Durrall (y no en balde el personaje femenina se llama Justine), tal y como el helenismo la concibió al ser fundada por Alejandro Magno. Alejandría es una metáfora del goce y los tiempos idos de la mujer viva, el marido a quien dio muerte y que dialogan sobre su amor, el crimen, el juicio a que se somete Justine, las razones que ésta tuvo, en un punto del Mediterráneo en que no hay regreso para la una y para el otro. Alejandría terminó, afirma el Hombre sin nombre, y empieza Troya, las ruinas cubiertas por maleza y polvo, la desintegración de todo.
Las citas a la tragedia griega abundan en este encuentro entre la mujer alcoholizada y su amante muerto, en donde no se sabe quién es más sombra que el otro. Alejandría es, pues, la gloria del amor pasado; después serán la culpa y la condena. Muy estilizado y por momentos retórico, el texto requiere de un montaje que no lo ilustre, sino que desnude sus implicaciones. Martín Acosta lo encara a profundidad con mínimos elementos. La escenografía de Mauricio Elorriaga logra un ambiente al mismo tiempo moderno e intemporal y la iluminación de Arturo Nava apoya los subrayados escénicos de manera cabal. El ruido del mar, el velerito que discurre por el escenario y que Justine guardará en la trampa, la botella en que bebe al Hombre y que ella lanzará al mar con un mensaje, la arena presente siempre como algo que borra las huellas y como un homenaje que hace el grupo al creador del Teatro Arena, ahora continuado por Martín Acosta, Luis Mario Moncada y Matías Gorlero, el hijo de José Enrique.
A diferencia de otros montajes que requieren que los actores se apoyen uno al otro (y me vienen a la mente los espléndidos silencios de Claudio Obregón en Copenhague), aquí los personajes aparecen ensimismados, hablando más para sí mismos que para el otro, lejanos corporalmente, con un momento de proximidad roto por la pared que se interpone. Los dos actores son muy diferentes en sus estilos actorales y ha sido tarea de Martín hermanarlos. Mónica Serna es una actriz muy profesional y muy entregada, pero su tesitura es mucho más externa que la de Arturo Ríos, que sabe interiorizar sus personajes. Sin embargo, no se advierte gran disparidad entre ellos e incluso las diferencias de edad están marcadas por el texto. Resulta un cuidado y emotivo homenaje al autor desaparecido que sin duda hubiera mostrado su complacencia.