sabado Ť 28 Ť abril Ť 2001

Ilán Semo

El cerco a la cultura

Hay un párrafo en el Leviatán que recuerda el áspero tema de la dignidad de la política. Es un párrafo escéptico. Hobbes no creía que la política hiciera mejores a los hombres. Sí creía, en cambio, que podía acabar con sus creaciones. Para evitarlo, sólo encuentra el recurso a la memoria de quienes parecen carecer de ella, los habitantes de la polis, la ciudad. Dice así: "Olvidar que la política es, más que el arte de obtener o mantener el poder, un juego donde los hombres se juegan el porvenir significa cancelarlo".

En el siglo xx, Thomas Hobbes hubiera sido un autor costumbrista. Siglo sellado por una historia recurrente, revela -así sea de manera empírica- que el primer síntoma de este olvido es el estigma de su hábitat más frágil: la cultura. Aunque se escucha como un axioma, no es improbable que lo sea. Walter Benjamin lo explica mejor a propósito de la prohibición de una exposición de arte erótico impuesta por el democrático gobierno de Berlín en 1927, la era de la República de Weimar: "Ahí donde la política se degrada, el primer objeto de encono es la cultura".

De este sentimiento habla también ese ánimo que se ha apoderado gradualmente de la sociedad política mexicana en contra de quienes postulan que la posibilidad de apropiarse fluida y cotidianamente del arte y la literatura es una acontecimiento imprescindible para la edificación de una sociedad capaz de imaginar un porvenir mínimamente democrático. La vaga noción de "sociedad política" es, al menos ante los hechos, menos vaga de lo que se suele suponer. Que Carlos Abascal encuentre en la lectura de Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez textos subversivos es un mérito indiscutible de nuestra literatura. La literatura es una práctica de la revelación: pone a la vista lo encubierto, las pasiones subterráneas, el lado oscuro de la luna, el reverso de la máscara. O es una vocación crítica, una inversión permanente de valores, o no es nada.

La conjunción entre sexualidad y moralidad pública ha sido el objeto permanente del encono de la "sociedad moral". No es casual. Miramos a la sociedad como miramos nuestros cuerpos: sitios del deseo, el placer y el porvenir o de la represión, la censura y la interdicción. El cuerpo resume las contradicciones de la vida y también las de la política. Al proyectarlo nos proyectamos como entidades individuales y políticas a la vez. La moral moderna del control reside precisamente en la afectación de esta relación, en la demarcación entre una moral pública, la legítima, la conducente y las morales privadas. De ahí su obsesión: normar el arte. O si no puede: normar su consumo, relegarlo a lo privado. Privatizar significa hoy restringir su consumo, su ejercicio como acto en público y para el público. Poner muros a ese acontecimiento (inevitablemente reflexivo como es el arte) para que devenga un hecho civil.

La ironía, acaso significativa, es que la izquierda, o al menos un sector de la izquierda, responda con un retraimiento, con un repliegue de lo que ya podía llamarse el ejercicio de una ciudadanía cultural en la esfera pública. Andrés Manuel López Obrador no sólo "recortó" el presupuesto destinado al Instituto de Cultura de la Ciudad de México, sino que desmanteló los programas y las realidades institucionales que habían hecho del DF una ciudad más respirable, menos triste, más pública.

Por primera vez, la izquierda había encontrado la fórmula para transformar a la política cultural en una efectiva política ciudadana. Fue una experiencia notable, y un laboratorio para una ciudad que se avizoraba como capaz de pensar en alternativas incluso bajo la inclemencia presupuestal y de sus otros órdenes públicos.

Una izquierda que no es capaz de disputar el mundo de la cultura no es capaz probablemente de acometer ninguna otra de sus tareas. La razón es sencilla y compleja a la vez: cualquier comunidad gesta su propia identidad en el espejo de su imaginación cultural.

Las razones del recorte son oscuras. Pero sus efectos son evidentes. Al menos para quienes no pueden pagarse Bellas Artes o el Auditorio, hipotética preocupación de la actual administración del DF, no habrá un sitio en la cultura. Pero tampoco lo habrá para quienes están convencidos que los tejidos finos de la sociedad democrática sólo se producen con ciudadanos reflexivos, abiertos, en capacidad de mirar y admirar, criticar y ser criticados. Y eso es precisamente lo que el arte, que será una vez más privado y privativo, disemina sin siquiera proponérselo.