DOMINGO * 29 * ABRIL * 2001

 
MAR DE HISTORIAS

Los desastres de la lluvia

* Cristina Pacheco *

Francisca estira el brazo izquierdo. Como siempre que despierta quiere tocar la pared. Siente su mano suspendida en el vacío. Abre los ojos y trata de explicarse el significado de aquel cambio. No lo consigue y se endereza despacio, luchando contra el dolor de cabeza y la rigidez de su cuello. La desaparición del altar, el desorden de los escasos muebles y la marca oscura que el agua dejó en la pared la llevan a recordar lo sucedido la noche anterior.

II

La intempestiva lluvia, la granizada ensañándose sobre los techos de su casa, los relámpagos iluminando los santos y los retratos colgados en la pared, el grito de Maura advirtiéndola del peligro: "Vecina, ¡sálgase!" Al incorporarse Francisca vio los zapatos de Leonardo arrastrados por la fuerza de la corriente. Quiso atraparlos pero el agua los alejó. De la mesa cayeron los cacharros de plástico. Fue el aviso definitivo. Francisca saltó de la cama a tiempo para salvarse de la inundación.

El viento no le permitió rebasar el hueco de la puerta. Una metralla de relámpagos iluminó el solar. Francisca miró las ramas de aretillos y belenes ?su orgullo? hundiéndose en la corriente lodosa. Se llevó las manos al pecho e intentó una oración que las ráfagas de lluvia ahogaron antes de que el cobertizo le cayera encima.

"Vamos". Francisca se resistió a gritos: "¡Todas mis cosas están adentro!" Un bramido seco y prolongado la hizo volverse al cerro de Los Cuatro Venados. La lluvia se recrudeció y las corrientes de agua la hicieron tambalearse. Abrazadas, se aferraron al tronco de un árbol. Los remolinos de agua que golpeaban sus piernas fueron subiendo y también el tono desesperado de sus oraciones y súplicas.

De pronto la lluvia amainó pero siguieron oyendo el rugido del agua que descendía por las faldas de los cerros talados. Francisca recuerda que ella y Maura permanecieron quietas, temerosas de ser las únicas sobrevivientes de aquel desastre. Al fin escucharon gritos lejanos, el llanto de los niños y el ladrido de los perros antes de ser arrastrados por la corriente.

El resto de la noche lluviosa, en aquel poblado sin hombres, ella y Maura se dedicaron, como otras mujeres, a rescatar ancianos y niños. Los llevaban a la iglesia de Santa Inés ?único edificio en pie? y después reemprenderían la búsqueda. En las calles tropezaron con los despojos de camionetas y coches. Al verlos llenos de lodo, con los cristales estrellados y en posiciones inverosímiles, las mujeres recordaron a sus dueños. Todos estaban lejos: unos en la capital y en las ciudades del norte, los más en Estados Unidos. De allá habían importado, tras año de miedo y persecuciones, discriminación y trabajo durísimo, los vehículos que la tromba acababa de transformar en chatarra.

Cuando Francisca reconoció la camioneta de Leonardo se detuvo a mirarla. Por la ventanilla estrellada alcanzó a distinguir maltrecha, colgando del espejo retrovisor, la imagen de Santa Inés que ella misma había colocado allí un domingo antes de que Leonardo le anunciara su regreso a California. El la tranquilizó: "No lo hago por gusto ni porque allá tenga algún pendiente, sino porque aquí no hay trabajo. En Sacramento se gana dinero. Si me hubiera quedado aquí, ¿crees que habría podido comprarme la camioneta? Con lo que me traiga esta vez quiero que compongamos bien la casa".

Francisca recordó su cuarto inundado. Se apartó de la cuadrilla de rescate y, pese a las advertencias de Maura, regresó a su casa para ver los estragos. La escasa claridad del único farol encendido en la calle iluminó el desastre. Esa primera visión le arrancó un grito. Después se cubrió la boca, como lo había hecho la mañana en que Leonardo se fue por segunda vez, para que nadie escuchara sus lamentos.

Cuando al fin logró sobreponerse, caminó despacio, con los brazos extendidos, como una ciega. Había avanzado apenas unos metros cuando tropezó con el Cristo. Se inclinó y lo rescató del lodo. Mientras intentaba limpiarlo le pidió perdón, como si ella hubiese desencadenado la tormenta, y al fin lo estrechó contra su pecho.
Ese contacto le dio fuerzas para seguir mirando a su alrededor. Pese a todos sus esfuerzos no encontraba un punto de partida para reordenar aquel caos de muebles destruidos. Se arrodilló y con la mano libre buscó entre el lodo los zapatos de Leonardo. El esfuerzo fue inútil.

Se sintió desamparada y sola como nunca. Su llanto se confundió con la lluvia suave que entraba por los huecos del techo. Cuando sintió que iba a desfallecer se aferró con más fuerza al Cristo. Con dificultades logró ponerse de pie. Sintió la incomodidad de las ropas heladas y comenzó a temblar. No encontró en qué apoyarse.

Su cama había quedado a mitad del cuarto, hundida en el lodo y con la cabecera en dirección a la puerta desvencijada. Sin importarle que estuviera empapada, se arrojó en ella. Cerró los ojos. Pretendió que nada extraordinario había ocurrido pero enseguida volvió a la realidad.

No pudo evitar un reproche hacia Leonardo. Si él se hubiera quedado allí, en estas horas amargas tendría al menos el calor de sus brazos. Sintió un arrebato de celos. Quizás en estos momentos él estaría en otra cama con otra mujer. En vano intentó imaginarla. El misterio agravió sus sentimientos. Una sonrisa perversa se dibujó en sus labios cuando recordó la camioneta inservible. Desterró el pensamiento y se consoló pensando que tenía entre sus brazos la imagen de Cristo.

Empezó una plegaria. La fatiga pudo más que sus necesidades de solicitar el amparo divino. Se quedó dormida pensando hasta dónde habría arrastrado la corriente los zapatos de Leonardo. Tuvo sueños absurdos. La despertaron el frío y el dolor de cabeza.

III

La luz plomiza de un día nublado le revela la magnitud del desastre. Su desconsuelo aumenta cuando percibe el olor a humedad que sale de todas partes, en primer término de sus ropas. Acaba de centrarla en la realidad la voz aguda de Maura: "¿Pudo descansar tantito?" En vez de responder, Francisca oculta la cara entre las manos y se suelta a llorar.

Maura le permite desahogarse. Después le aconseja darle gracias a Dios porque al menos no sufrió pérdidas tan grandes como otros vecinos del pueblo. En minutos la pone al tanto del desamparo en que se encuentran los habitantes al pie del cerro: "Sus casas, sus parcelas quedaron bajo el lodo. Esa sí fue desgracia".

El llanto de Francisca se recrudece. Maura inclina la cabeza y luego da una rápida mirada al cuarto. Sus ojos se nublan cuando vuelve a hablar: "Si viera cómo quedaron mis piezas pensaría que las suyas son un palacio". Francisca se limpia la cara y con voz ronca murmura: "Me gustaría decirle que se viniera para acá, pero pos ¿dónde la acomodo? Vea esto. ¿Cuándo cree que podré componerlo?" "Pronto", dice Maura sin énfasis.

Esa respuesta acentúa la desesperación de Francisca. Agita los puños cerrados y salta de la cama. Resbala en el lodo, cae al sueño y se golpea la cabeza contra una piedra. Emite un gemido muy suave. Maura lanza una exclamación y se apresura a auxiliarla. Se inclina sobre Francisca y le pide que haga esfuerzos por levantarse. La respuesta la asusta y sale corriendo en busca de ayuda.

Francisca siente en la cara las gotas de lluvia que entran por los huecos del techo. Se vuelve hacia donde estaba el altar y descubre, bajo el trastero a punto de caer, los zapatos de Leonardo. Esa visión mitiga su dolor, le devuelve la tranquilidad y la hace sonreír. Así la encuentra Maura cuando regresa al lugar lleno de lodo.