Enrique
López Aguilar
EL NEOPUNTILLISMO
Henri Pissarro y Seurault jamás
imaginaron el éxito de la técnica que aprendieron de los
japoneses: rellenar un lienzo con puntos (al principio, no con el pincel,
sino con el extremo del mango remojado en una combinación de colores
al óleo) hasta formar el conjunto de imágenes, volúmenes
y luces pretendido. El efecto no dejaba de ser extraño, pero era
interesante. Parecía anticiparse a lo que la fotografía le
enseñó al mundo: que la imagen se compone de una serie abigarrada
de puntos y que, dependiendo de su densidad, esos puntos se vuelven imperceptibles
y forman la sensación de manchas, volúmenes, rasgos de luz,
figuras...
Muchos pintores intentaron esa técnica
a partir de Pissarro, inconscientes de que las japoniserías fueran
parte del decadentismo de finales del siglo XIX. Recuérdese la fascinación
de José Juan Tablada, que lo llevó a construir un laborioso
jardín japonés en su casa de Cuernavaca; y a Goitia, pintor
mexicano que, durante alguno de sus extraños paseos por dentro de
sí mismo, incursionó en el puntillismo. He nombrado a Pisarro,
Tablada y Goitia para vincular las preocupaciones de un pintor impresionista
(sus curiosidades japonesas y experimentos formales) con la cultura mexicana,
así sea por semejanza o accidente. No pretendo salir de ese universo
sino mostrar los curiosos caminos de la realidad; lo que un artista comenzó
como trabajo propio ha llegado a trascender los límites estéticos
de su propuesta: no es otra cosa el sistema de estímulos y puntos
en la cultura universitaria mexicana, el neopuntillismo, por cuya
intermediación los integrantes del personal académico se
encuentran en zozobra.
Preocupadas las autoridades por la depauperización
universitaria, derivada, a su vez, del magro índice de los salarios
y del alto costo de la vida, idearon un sistema simplicissimus:
asignar a cada actividad de docencia, investigación, difusión
cultural o de carácter administrativo, una puntuación que
permitiera a las Comisiones Dictaminadoras evaluar con total objetividad
aquellas actividades desarrolladas por sus docentes. Si por publicar un
artículo se asignan veinte puntos, al cabo de diez artículos
el resultado es doscientos. Así lo demás: puntos para clases,
conferencias, asistencia a congresos y simposios, ensayos o creación
artística, hasta llenar un catálogo de más de treinta
páginas. Puede decirse que, en su providencia, las autoridades educativas
del país casi no han dejado actividades sin evaluar.
Los puntos se relacionan con plantillas
de tabulación; ahí se percibe que el camino es difícil
y lento, igual que la larguísima escalinata que lleva al Cielo:
toda buena acción permite subir un peldaño, siempre raquítico,
no importa lo desmesurado que parezca el buen comportamiento personal,
porque el camino al Cielo es lóbrego y escarpado, mientras que el
que va al Infierno es ancho y atractivo. Resulta fatigoso enumerar la cantidad
de libros por publicar, de artículos y reseñas por escribir
(maestrías y doctorados han adquirido un resplandor cuyas consecuencias
ya no se miden en el interés por dichos posgrados ni en la calidad
de los mismos).
Las autoridades han dado facultades omnímodas
a las Comisiones Dictaminadoras: puede suceder que un artículo,
evaluado conservadoramente por el interesado, sea calificado con mucho
menos porque al evaluador le latió que era una reseña y no
un artículo. De esa manera, el camino al Cielo se vuelve una tarea
más difícil: es mejor obtener indulgencias plenarias para
allanar los problemas, pues no hay pilón académico que desdeñar.
Esa es la otra cara de la zozobra: sólo
se evalúan actividades acompañadas por constancias, fotocopias
u originales, de manera que se necesitan diversos archivos para que no
haya actividad realizada que escape a la imprevisión. A diferencia
de Dios, que todo ve y sabe, el dios de la Academia es más bien
retobado y díscolo, y tiene una marcada inclinación por hacerse
de la vista gorda frente a las actividades de sus hijos. Por eso, es mejor
llevar un acucioso registro de conciencia para que la cascada de puntos
sea como agua de vida al término de las promociones. Los formatos
deben llenarse con puntualidad. Nada de que una carta y muy estimados señores
míos: no. Hay artículos y reglamentos para que el trámite
sea preciso, legal, académico. Además, la documentación
probatoria debe organizarse de manera lógica, coherente, cronológica
y, a la hora de las fotocopias o la entrega de originales, no olvidar que
las Comisiones no devuelven nada.
En este magno proyecto puntillista, cada
actividad es un punto posible, un documento probatorio y el rubro en un
formato. En ese laberinto se ha logrado que el académico no investigue
sino lo preciso para alcanzar los puntos que forman el tope de su siguiente
obstáculo: la promoción. Ya Dios castigó al hombre
por salir del Paraíso, que era lo suyo, y ahora se ve correr a los
universitarios, en fechas determinadas, con sus documentos bajo el brazo.
Nunca sabrán si llenaron bien las solicitudes, si calcularon bien
sus puntos, si incluyeron todas las actividades y las pusieron en el rubro
correspondiente, si no tienen enemigos en las Comisiones... Así
que pasen tres meses, recibirán los resultados a través de
un boletín; al cabo de cinco, un breve aumento en el cheque mensual.
Sí: maestros e investigadores de
las universidades se pasan mucho tiempo recopilando puntos y llenando formularios.
Para el simple mortal eso equivale a hablar en japonés. Tal vez
los universitarios no se den cuenta de que ese sistema forma un complejo
paisaje, desde la perspectiva del dios de la Academia, en el que un grupo
de puntos configura un juego de luces y sombras, una apariencia de texturas,
colores y personas donde el punto deja de verse y la realidad parece otra.
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El que lleva el
mal bajo el sobaco
Entre los árabes la época
anterior al Corán se conoce como la Chahiliyya, o "Era de
la Ignorancia". A esta era pertenecen varios de los poetas más importantes
de la riquísima tradición literaria beduina. La palabra si´r,
poesía, en árabe, significa conocer y sentir y reúne
en un solo vocablo lo intelectual y lo emotivo, forma y contenido. Los
poetas de la Chahiliyya fueron los hombres que más fielmente expresaron
la identidad de los pueblos preislámicos. Sus poemas, como la Ilíada
o la Odisea, fueron transmitidos oralmente y atesorados a lo largo
de los siglos. Las Muállaqat o "colgadas", que según
la leyenda fueron escritas con letras de oro y colgadas de la Kaaba, son
su más acabada expresión. A estos poemas se los veneraba,
a sus versos se les atribuían virtudes mágicas y, finalmente,
las aventuras en ellos narradas prefiguran el ideal árabe de la
caballerosidad furusiyya del que indudablemente se alimentó
la figura del caballero medieval europeo. Pero no todos los poetas preislámicos
eran caballerosos y valientes, en esta tradición también
hay lugar para los marginales; estos son los sa´alik o poetas
forajidos, a quienes se les puede aplicar lo que Schwob dice de François
Villon: "Si su sutileza provenía de su perversidad, entonces de
su perversidad provienen los más hermosos de sus versos."
La primera noticia que tuve de los sa´alik
fue leyendo el libro La literatura árabe clásica de
Ma. de Jesús Rubiera Mata. Allí, en un párrafo brevísimo,
descubrí el rastro de un poeta cuya imagen está rodeada de
una aureola mítica, tinta en sangre, Ta´bbata Xarran. Cito:
Ta´bbata Xarran, cuyo nombre significa "el que lleva
el mal bajo el sobaco", mote referido a su espada o a una bolsa de serpientes
que llevaba este forajido, el más feroz de los poetas preislámicos.
En uno de sus poemas habla de su encuentro amoroso con una Ghoula, u ogra,
por ejemplo.
Eso era todo. ¡Una bolsa de serpientes
bajo el sobaco! Ese sí que es un recurso espectacular. ¿Quién
era Ta´abbata Xarran? ¿Cómo era su poesía? ¿Cómo
le hacía para que las víboras no lo picaran a él?
Me puse a buscar en todos los libros que me caían en las manos.
Me pasé horas y horas buscando en la biblioteca del Colmex. Nada.
Adonis, en su Poesía y poética árabes, menciona
solamente estos dos versos de Ta´abbata: "Tiene por familiar y amigo
al desarraigo/ marchando adonde va la incierta Vía Láctea
"
Por fin lo volví a encontrar, en
el formidable libro La escatología musulmana en la DivinaComedia,
de Miguel Asín Palacios. Ta´abbata, naturalmente, está
en el Infierno. Más precisamente, en el Infierno descrito en un
texto de Abu-l-Ala, en el que cuenta cómo el piadoso escritor Ibn
al-Qarih bajó al Infierno, y cómo allí encontró
a los poetas que no fueron buenos musulmanes o que fueron hombres malvados.
Ta´abbata no fue musulmán Mahoma no había nacido todavía
cuando él andaba con sus víboras bajo el brazo por el desierto
y fue más malo que la rabia. Cuando es interrogado acerca de su
poesía por el mojigato pero curioso Ibn al-Qarih, el poeta, hundido
en una poza llameante, alega que ya no recuerda nada de poesía,
ni de métrica, ni de nada. Pues no era para menos. Pero los datos
encontrados no hicieron más que acicatear mi curiosidad: si formaba
parte del elenco que Abu-l-Ala pone en el infierno, es que era de los buenos
(el mismísimo Antara, una figura que sería como Homero y
Aquiles al mismo tiempo, también aparece, con una paciencia digna
de mejor lugar, "contestando las preguntas del viajero"). Los poetas aúllan
de dolor o están impedidos de hablar por la sed, los demonios los
apalean para que callen, etcétera, pero todos los que aparecen en
este texto son parte del canon de la poesía árabe, y el texto
es una burla sutil acerca de las exageraciones piadosas de algunos críticos.
Seguí buscando y, de paso, escribí un cuento en el que atribuía
la maldad de Ta´abatta al hecho de haber presenciado la muerte de
su madre en una razzia. Pues me equivoqué de cabo a rabo.
Cuando por fin encontré el akhbar, es decir la historia de
Ta´abatta en un libro titulado The Mute Inmortals Speak (
Los
inmortales silenciosos hablan), me enteré de que en la versión
más conocida, Ta´abbata, cuando era niño, le había
arrojado las serpientes a su madre. Y sí, es un gran poeta.
Para muestra un botón:
Muchas veces me eché encima la capa de la noche sin luna
Como una joven núbil se viste con su velo
Hasta que la aurora, que me seguía detrás los pliegues
Rasgaba, hasta hacer jirones, mi capa de noche negra [
]
Traté de yacer con ella, pero se retorcía
Mostrando una cara horrible, de ogresa,
Y le dije "¡Mira, para que sepas!"
Se volvió y la miré, más horrendo que ella
En mi experiencia como lectora, sólo
Los
cantos de Maldoror me han producido un efecto parecido
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nota
En relación con el número
318, dedicado al Seminario de Cultura Mexicana, informamos a nuestros lectores
que el texto Tareas del Seminario fue coordinado por el actual presidente
de esa institución, el Doctor Luis Estrada Martínez. La directiva
actual del Seminario de Cultura Mexicana es la siguiente: Presidente: Doctor
Luis Estrada Martínez, Vicepresidenta: Doctora Elisa Vargaslugo,
Secretario: Maestro Víctor Sandoval y Tesorero: Arquitecto Luis
Ortiz Macedo. |
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Luis
Tovar
El cine se ve
mejor en el cine (I)
Si esta no es la primera vez que
usted, querido lector, se asoma a las líneas agrupadas bajo el título
de Cinexcusas, con toda seguridad se ha topado con más de un despotricamiento
en contra de ciertos distribuidores y exhibidores cinematográficos.
Eso sí, la colección de diatribas y cacayacas siempre ha
intentado no ser gratuita: cuando no se trata del indefendible y grosero
asunto del doblaje (en el que, ni modo, seguiremos insistiendo cada vez
que haga falta), tiene que ver con la chocante preeminencia en nuestras
pantallas del cine norteamericano, ése que, como se apuntó
en la entrega anterior, ha hecho tanto a favor de una distorsión
tan arraigada como perniciosa, consistente en medir no sólo el éxito
comercial de una película, sino también su calidad, de acuerdo
con parámetros muy probablemente inadecuados. Sin embargo, como
apunta una salomónica frase, todo lo bueno tiene algo de malo y
todo lo malo algo de bueno.
En la presente y las dos entregas que siguen
intentaré poner en claro algunos pros y contras de esta situación,
de suyo irreversible, así como la forma en que se relacionan con
el resto de la cadena de distribución cinematográfica: la
renta y venta de videocasetes, en primer lugar, y la exhibición
televisiva como el punto último al que llega una película
(desde luego, cuando no se trata de lo que se conoce como tv movie,
es decir, una película pensada desde el principio para la televisión).
El video mató
a la estrella de radio
La frase del subtítulo, que no es
más que el nombre y el estribillo de una vieja canción (Video
killed the radio star), es un parangón perfecto para abrir el tema
de esta columna pues, parafraseando, podríamos decir que en el
principio fue el miedo: alguna vez, los músicos y los cantantes
tuvieron miedo de la radio, porque creían que nadie iría
ya a escucharlos cantar si era posible evitarse el viaje hasta la sala
de conciertos. Al mismo tiempo tuvieron miedo del fonógrafo, pues
podía suceder que la gente prefiriera el redondo pedazo de baquelita
antes que el placer de escuchar la música y el canto en vivo. Cuando
quedó claro que ni los discos ni la radio aniquilarían al
público melómano que gusta de compartir tiempo y espacio
con los intérpretes, la radio se sintió herida de muerte
al arribo del tubo de rayos catódicos y su señal de audio
y video, perfectamente capaz de transmitir un recital o un concierto, en
vivo o diferido. Como es bien sabido, la radio sigue con vida y no hay
visos de que vaya a desaparecer.
En cierto punto de esta conocida historia,
ocurrió algo similar con el cine, y no deja de ser curioso con muy
poca diferencia de tiempo, la cinematografía pasó de ser
un supuesto verdugo a ser tan víctima como se pensó que era
la radio: casi inmediatamente después de la invención del
cinematógrafo, no faltaron las voces que, desde el universo teatral,
criticaron el distanciamiento y la frialdad de las historias y las
actuaciones que se presentaban en la pantalla grande y que nunca se llegó
a decir serían capaces de suplir adecuadamente a la indispensable
cuarta
pared. Pronto quedó demostrado, como también se sabe,
que teatro y cine no sólo eran capaces de convivir, sino que uno
alimentaba al otro de manera bastante natural.
La época de oro del cine, y no sólo
el mexicano, tuvo lugar entre las décadas de los años treinta
y los cincuenta, grosso modo, con ciertas diferencias para cada
cinematografía dependiendo de su lugar de origen. Por ejemplo, cuando
a Hollywood le fue mal, a México le fue muy bien, hecho que tuvo
todo que ver con la segunda guerra mundial y la baja producción
norteamericana, que le permitió a nuestro cine ocupar más
espacio no sólo aquí sino en prácticamente todo el
mundo de habla hispana; el cine mexicano se vendía muy bien, y de
ahí que nuestra cinematografía fuera tomada durante un tiempo
como un parangón para otras menos establecidas. La crisis del cine
en general comenzó cuando apareció la televisión,
aunque, como veremos más adelante, jamás ésta exterminó
a aquél.
Volver al futuro
De regreso a la época presente,
debe reconocerse que, a pesar de los pesares, algo hay que agradecerle
a esas multisalas, y no es cosa menor: es en buena medida gracias a ellas
que podemos seguir viendo el cine en el cine. Quizá recuerde usted
el eslogan que se hizo famoso justo cuando las videocaseteras, en aquel
tiempo de formato beta, irrumpieron en el mercado y pusieron a temblar
a medio mundo. Los pesimistas, que eran mayoría, sintieron que los
días del cine en la pantalla grande estaban contados. Por eso se
insistía en que el cine se ve mejor en el cine, feliz juego de
palabras que intentaba conjurar el riesgo de que el público siguiera
abandonando masivamente las salas cinematográficas.
Es verdad que el cine, con videocasetes
o sin ellos, ya enfrentaba serios problemas para retener a un espectador
poco dispuesto a pagar el precio de un boleto que a cada tanto se volvía
más inaccesible, al menos en México. Pero eso no quitaba,
por supuesto, el riesgo de que los videos se convirtieran en el último
clavo del ataúd. Por fortuna el cine resistió esta nueva
prueba, como había ya resistido la anterior, también catalogada
en su momento de mortífera, que le significó la llegada e
inmediato encumbramiento de la televisión como negocio de entretenimiento
masivo.
Si haces videos, mi vida,
seré monitor...
Al menos en el caso de los videos pareció
soslayarse, o al menos subestimarse, un hecho salido directamente del catálogo
del irrebatible Perogrullo: imposible comercializar una película
en video sin tener primero una película.
No faltaron, claro está, productores,
distribuidores y demás gente involucrada que imaginaron una especie
de paraíso hecho de filmaciones muy baratas (en todos los sentidos),
concebidas para no exhibirse jamás en una pantalla de gran formato,
sino para ir directamente al mercado del video. En la siguiente entrega
veremos uno de los ejemplos más patéticos.
(Continuará.)
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Noé
Morales Muñoz
CARTA AL ARTISTA
ADOLESCENTE
Todo intento por trasladar un texto
narrativo al lenguaje escénico conlleva un riesgo universalmente
temible: el de reducir al mínimo la esencia del discurso original
al momento de ajustarlo dentro de las características estructurales
y formales de la literatura dramática. Sería ocioso enlistar
la interminable cantidad de ejercicios lamentables que han tratado de llevar
al teatro relatos, cuentos o novelas; mencionar uno solo de los tantos
atentados sanguinarios (cometidos tanto por principiantes como por consagrados)
que en nombre de la vanguardia y la experimentación se han efectuado
en contra de la obra de Juan Rulfo, por citar un ejemplo recurrente, bastaría
para ilustrar la aridez imaginativa de quienes consiguen concretar lances
por lo general tan prolijos como desafortunados. Sin embargo, la obra que
hoy nos ocupa es definitivamente una muestra de que, con genuinos afanes
de búsqueda y sin ánimos efectistas, los cánones que
delimitan las fronteras entre los recursos expresivos de las distintas
formas de manifestación artística pueden rebasarse con éxito
mediante el uso de creatividad e inteligencia, para desembocar en resultados
admirables en todos sentidos.
Creador de adaptaciones para teatro de
textos de Heinrich Böll (Opiniones de un payaso), Truman Capote
(Siameses) e Ítalo Calvino (El motel de los destinos cruzados),
amén de obras cien por ciento propias merecedoras de importantes
reconocimientos de la crítica especializada, y de contar con una
exitosa trayectoria como funcionario cultural, Luis Mario Moncada (Hermosillo,1963)
nos ha regalado ya un clásico del teatro mexicano contemporáneo:
Carta
al artista adolescente, su versión, escrita junto con Martín
Acosta, de la entrañable novela A Portrait of the Artist as a
Young Man , de James Joyce, en la que el revolucionario escritor irlandés
narra, con una profunda carga autobiográfica y un estilo fresco
e inventivo, la niñez y adolescencia de Stephen Dedalus, paradigma
literario por excelencia del poeta rebelde e inconforme con su circunstancia,
y su lucha por emerger como artista comprometido y patriota sui generis
en la asfixiante Irlanda católica de principios del siglo XX. Llevada
a escena por primera vez hace poco más de siete años, esta
obra goza actualmente de una reposición en el Teatro del Centro
Cultural Helénico. Con méritos propios que la hacen valiosa
en sí misma, resulta inevitable, no obstante, compararla con la
versión que pudo verse hace casi una década en el vecino
foro La Gruta. Pero caer en el error de hacer una crítica fundada
en la nostalgia sería ante todo negarle a esta obra una de sus principales
virtudes: la vigencia.
Si la adaptación literaria resulta
atinada, al compactar anécdota y trama sin desvirtuarlas, los adjetivos
para calificar a la dirección se vuelven insuficientes. Inefable
resulta el trabajo de Martín Acosta en este rubro. Con un mobiliario
intencionalmente austero y un espacio cercano a lo vacío, Acosta
apela a la expresividad corporal e interpretativa de sus actores (todos
ellos rasgos distintivos de Teatro de Arena, la compañía
de la que junto con Moncada es fundador y director artístico) para
escenificar un texto (permeado al fin y al cabo por el stream of consciousness
que ya se insinúa en esta novela y que se consolidaría años
después en el Ulises, obra de la que se retoman también
ciertos pasajes que complementan la parte central de la trama, y que se
convertiría a la postre en el legado estilístico mas importante
de Joyce) que si bien es estructuralmente redondo, resulta muy poco dinámico:
largos monólogos, parlamentos en esencia descriptivos y anecdóticos.
Pero Acosta logra que la obra transcurra con fluidez dotándola con
un matiz ligeramente fársico en el manejo actoral (caracterizaciones
cuyo ludismo coquetea abiertamente con el clown, actores que intercambian
arbitrariamente sus personajes dentro de una misma escena) que provoca
que el tempo de la escenificación no decaiga jamás.
Acosta apuesta y acierta mediante la puesta en práctica de una paradoja
aleccionante: la naturalidad en el flujo de la acción que se manifiesta
pese al recargamiento verbal intrínseco (o quizás gracias
a él) en el discurso narrativo del texto. Todo esto, aunado a una
eficaz creatividad para sugerir ámbitos (apuntalada por el sobrio
pero funcional diseño de iluminación de Matías Gorlero)
y una cierta ambigüedad tonal (con momentos de espontánea hilaridad
y otros, como el climático, graves y conmovedores) provee al montaje
de un equilibrio y una emotividad pocas veces repetidos en nuestro memorial
escénico reciente.
El trabajo actoral galvaniza la brillantez
de esta escenificación. Mario Oliver y Arturo Reyes, quienes participaron
también en la temporada de estreno, se muestran dueños absolutos
de la amplia y variopinta gama de personajes que cada uno interpreta, sin
que esto los haga rígidos o previsibles, contagiados tal vez de
la frescura perenne de la que goza todo el montaje. Mención aparte,
como protagónico, merece Ari Brickman en su caracterización
de Stephen Dedalus. Imbuido de la vehemencia de quien sabe que compite
contra la historia (el memorable trabajo en el mismo papel de Alejandro
Reyes en la puesta original, aunado a una muerte temprana poco después,
lo convirtió en una suerte de leyenda dentro del medio teatral de
nuestro país), Brickman, actor de presencia habitual en los montajes
de Teatro de Arena cuyo proceso interpretativo ha alcanzado paulatinamente
una madurez no desprovista de la lozanía característica de
quien sale a escena siempre por primera vez, logra una creación
personalísima y notable, a pesar de algunos pasajes en los que parece
caer en cierta precipitación. Pero su personificación funciona
como el ingrediente perfecto que termina por cautivar a un público
que celebra, como lo hizo hace siete años, uno de los esfuerzos
mas prodigiosos de nuestro teatro reciente, y al que el paso del tiempo,
cuyo dictamen resulta tan temido para la mayoría de los creadores
artísticos, ayuda a rejuvenecer. |
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