Cartas a Minerva
Ricardo Garibay
Hoy se cumplen dos años del fallecimiento de Ricardo Garibay, el prosista que con su trabajó signó, junto con muy pocos otros de su talla, el siglo XX mexicano. Recio, apegado a la literatura al mismo tiempo como palacio y tabla de salvación, su obra abarca tanto teatro como novela, crónica, cuento, guión de cine. Lindas maestras, Par de reyes, De lujo y hambre, Aires de blues y Lo que es del César son ejemplos exactos de los géneros mencionados. Su manejo preciso del lenguaje, su producción constante, su desapego de las capillas literarias permiten recordarlo con respeto, aunque ya no escriba. Se espera pacientemente la edición de sus obras completas. Mientras tanto, agradecemos a Editorial Océano que nos permita reproducir el primero de los textos epistolares que conforman su libro póstumo, Cartas a Minerva, que aparecerá en los próximos meses.
Cartas a Minerva, donde le cuento de hombres, mujeres, amores, desdenes, fantasías.
Carta 1
Estábamos en Alejandría. Eran las once de la mañana calurosísima. El lujoso camión rodaba apenas. Bordeábamos un jardín de muchas fuentes y calzadas de grava roja. Hombres ensabanados, mujeres invisibles bajo los trapos. Anticipada indolencia. De pronto, una muchacha de melena flotante, vestida al modo occidental. Cargaba una bolsa de asas. Con la mano libre se enjugaba el sudor del cuello. Me vio. Parando los labios le envié un beso. Contestó de la misma manera. Bramé ¡alto! en cuatro idiomas y bajé corriendo del camión. ¡Es la reunión oficial! ?me gritaron?. ¡El carajo! ?Grité?.
Sonreía mirándome sin disimulos. Habló en árabe. Hablé en español. Le quité la bolsa llena de comida. Pesaba. Cruzamos la avenida y caminamos calles que yo ignoraba. Yo hablaba y hablaba en español; ella lo hacía en árabe. Llegamos a una vivienda con fachada de balcones viejos. Abrió. Cortina de caracolitos, como en los treintas mexicanos. Una estancia chica. Muebles baratos. Todas las puertas, abiertas. Una cocineta. Un baño minúsculo. Botó sobre la mesa la bolsa y hablando en lengua árabe me besó, y zafándose la ropa entró en la recámara. La cama y un colgadero para tiliches ocupaban todo el espacio. Aquello hervía de calor. Parecíamos salidos del agua. Así nos echamos.
Empapados, respirando por la boca, fumando largamente yacimos. Luego sus manos, de sorprendente suavidad, limpiaron todo mi cuerpo. Me bebía el sudor de los lagrimales, de la frente, de las mejillas, y su idioma sonaba lento y de mucha dulzura.
Eran las cuatro de la tarde. Ella abrió la puerta. Entró una ola de asfixia, púas de calor. Dijo no sé qué y señalando en una dirección dijo:
-Taxi.
Y luego, poniendo sus manos en mi cara dijo: Méx-í-có.
Le besé las manos. Salí.
En Alejandría.