Es la noche de Anáhuac. De aquí a Laredo, unos kilómetros. Un coche ha de pasar, sí, paciencia porque un coche ha de pasar y verlas a la vera de esta carretera estéril. Ya llega uno. Brincan, mueven los brazos, gritan y mientan la madre a esa camioneta sin placas que las ignora, niñas de Anáhuac.
Es la oscuridad de un jueves en Anáhuac y las chiquillas deben regresar al Laredo partido en dos por un río sediento de carne nueva. La más alta tiene el color de la noche en su piel de catorce. La más baja es blanca como lavada piedra de río. Cumplió trece el doce. El penacho de un enorme Kenworth troza el aire sólido del desierto. Al fin alguien se detiene. Suben al estribo. Proponen, ríen, manotean, niegan, asienten, descienden, se alejan, les chiflan, regresan, trepan. Se van. Es la noche de Anáhuac y así pasan las cosas en esta vida de lagartijas y lunas que arden.
Es la noche sobre Anáhuac y antes de llegar al Bravo, Blanca Piedra, la de los trece celebrados el doce, ya cumplió con su parte del trato. Descorre la cortina del sombrío camarote y después de escupir le dice a Piel de Noche: "órale, güey, sigues". Al rato jadeos. Enseguida silencios. Más tarde sístoles y mecidas. El techo de vinil tachonado de vírgenes y santos y cristos rubios y encueradas de pubis afeitados. La Guadalupana en colores fosfo pueriles. La de San Juan en plástico que quiso parecer marfil. El Niño de Atocha impávido ante los suspiros del viejo montando a la niña. Al fin una voz pide la cajetilla de cigarros. Es la medianoche de Anáhuac y así se ven las estrellas y galaxias de claritas en la bóveda del coyote.
Es la alta noche en Anáhuac, mundo frontera bañado de terca nada. Unos minutos y entran a Tamaulipas. Para merecer a los Laredos y sus furias ustedes tendrán, niñas del abismo, que darle dos pasadas a las líneas de soda que el trailero ha extendido como continuación de la Vía Láctea sobre la mica de su visa americana. Antiguas conocedoras del oficio se periquean chido porque mañana quién sabe. Ahora el camino se ilumina no con los halógenos del Kenworth doble semirremolque que lleva al Gabacho toneladas de microprocesadores ensamblados en Guanajuato, sino con los ojos pura luz de las niñas de Anáhuac.
Anáhuac todo o nada sumergido en el perpetuo aironazo que todo se lleva. Anáhuac que tan lejos está de las avenidas cacarizas de un Laredo que duerme mansamente sin reconocer que las niñas vírgenes del alto Anáhuac están llegando en el asiento copiloto del tráiler anónimo. "Bienvenidos a Laredo", dice el letrero, que debe ser similar al que existe en cada ciudad rabona que también trata de conciliar un sueño difícil al sur de la constelación de Escorpio. Bienvenidas, hijas de Anáhuac.
Y Anáhuac desciende del animal niquelado. El Kenworth arranca pesadamente sobre el pavimento húmedo de la madrugada. Blanca Piedra se sienta en el cordón y se calza sus escarapelados tacones. Media cuadra y el mueble frena. Un chiflido. Reversa del tráiler placas México SPF. El chofer llama a las niñas desde el volante. "Mira a ver qué chingados quiere", dice una de ellas. La otra, gacela, mariposa, brizna, sube a la ventanilla sin saber lo que le espera. Inocente, mete medio cuerpo. De adentro surge el brazo duro, requemado, huesudo del hombre. En su mano 50 pesos y una estampita de la Santa Muerte. Anáhuac va de gane.