viernes Ť 4 Ť mayo Ť 2001

Horacio Labastida

Ser personas, no cosas

La tragedia se ha respetado en todos los tiempos y lugares del mundo, a pesar de las múltiples protestas que llenan la historia. Se trata de las relaciones de los hombres cuando unos son poderosos y otros débiles: ocurre entonces una pérdida de la personalidad de éstos que aprovechan los primeros al declararse representantes exclusivos de la sociedad. Así, al perder su humanidad los de abajo, estalla el drama porque les es imposible evadir la terrible angustia de convertirse en una cosa más en el patrimonio del amo. Primero la cosificación asumió la forma de esclavitud y después, en el tiempo, fue servidumbre, trabajo agrícola o industrial, desempleo y miseria, mas siempre objeto humillado al servicio de las altas minorías sociales.

Esa es la historia que se replica en México durante cinco siglos, entre 1521, al consumarse la Conquista, y el orto de nuestra acosada centuria. La Conquista y el Virreinato son un ejemplo de cómo los pueblos indios y la mayoría trabajadora resultaron enajenados en su humanidad. La catolicidad de la monarquía reinante obligó al sistema a disfrazarse con vestiduras evangelizadoras. Si la explotación es en nombre de Cristo, se proclamaba, el premio se obtendrá en el cielo porque los últimos son acogidos por Dios, doctrina esta apoyada por armas, leyes y jueces coloniales. No sólo protestaron los oprimidos frente a los opresores, sino que en una elite selecta del Virreinato se condenó la deshumanización del indio. En la primera carta de Hernán Cortés a Carlos V hay constancia de la situación: habla de los muchos que había matado y de los tantos que había herrado, pues sólo la crueldad sujeta a los nativos a su Majestad, actos persistentemente repetidos al grado de originar las defensas de fray Bartolomé de las Casas en el siglo XVI, de Juan de Palafox y Mendoza en el XVII y de José Joaquín Granados y Gálvez en el XVIII. La vejación se hizo tan inadmisible que Paulo III expidió el Breve (1537), que censura el trato brutal a los indios y reconoce su racionalidad y libertad; pero igual que las Nuevas leyes (1542), las Leyes de Indias, recopiladas en definitiva hacia 1780, Las virtudes del indio (1661), de Palafox y Mendoza, y Tardes americanas (1778), de Granados y Gálvez, todo esfuerzo de reivindicación del indio fue bloqueado por el cínico principio: acátese pero no se cumpla; atiéndase y olvídese. Es decir, nada pudo hacerse en beneficio de los de abajo.

Las demandas justicieras de Morelos al Congreso de Chilpancingo (1813) y la democracia reformista de 1857-1859, que escuchó las exigencias de igualdad de Ignacio Ramírez, Francisco Zarco, Ponciano Arriaga y José María del Castillo Velasco, entre otros, los pueblos indios y sus frustradas rebeliones no lograron impedir el despojo de sus tierras, alentado por un liberalismo extraño e inicuo. La gran equivocación política de esos años se pagó con el entronamiento de Porfirio Díaz, la consolidación del latifundismo civil y la penetración de las subsidiarias extranjeras junto con el arraigamiento del peonaje y la superexplotación del trabajo. Nada se hizo por descosificar a las masas de indios y obreros esclavizadas en las estancias del sureste, en los campos de concentración del Valle Imperial, en las tiendas de raya de los acaudalados hacendados y en las minas y fábricas que miraron atónitas los genocidios de Cananea, Río Blanco y otros lugares del centro de la República. Esta misma deshumanización se vio perpetuada luego de la Constitución de 1917. No obstante la alegría y el aplauso con que fueron aprobadas las normas sociales del código supremo, hechas pedazos entre las presiones de un capitalismo nacional en decadencia y la hegemonía del capitalismo trasnacional, pronto se reprodujeron una vez más los factores que hacen posible la enajenación en la mayoría de la población mexicana, incluidos por supuesto sus 10 millones de indígenas.

El México moderno se divide entre una restringida clase acaudalada, cuyos intereses cuida el gobierno, y una infinita cantidad de pobres y muy pobres despersonalizados en provecho del poder económico y el poder político imperantes. Y precisamente contra tal indignidad humana, el EZLN y los zapatistas se rebelaron a partir de 1994. Su filosofía es ecuménica porque propone la redención del hombre convertido en cosa, y esta filosofía para el caso de Chiapas fue definida en los acuerdos de San Andrés Larráinzar, suscritos en 1996, y en el proyecto de ley elaborado por la Cocopa y enviado como propio por el presidente Vicente Fox al Poder Legislativo, con la manifiesta anuencia de la sociedad civil y la simpatía de importantes organizaciones internacionales. Ahora bien, al negar el Congreso en la ley que aprobaron la mayoría de senadores y diputados federales, la personalidad jurídica de los pueblos indios, excluyéndolos de sus territorios y del acceso colectivo a los recursos, y marginándolos de posibles asociaciones para hacer viables los planes de desarrollo, otorgándoles a cambio la calidad de entidades de interés público, se ratifica una vez más la cosificación que padecen y se niega la personalidad demandada, repitiendo de esta manera lo que hicieron en el pasado conquistadores, colonos españoles, latifundistas, capitalistas y políticos neoliberales que, en nuestro tiempo, excluyen a indios y trabajadores del derecho a ser personas y no cosas.