DOMINGO Ť 6 Ť MAYO Ť 2001
MAR DE HISTORIAS
Enterrar a los muertos
Ť Cristina Pacheco Ť
La incomodidad que sentía Agustina desde su llegada al auditorio de Palabra y Fortaleza aumentó conforme pasaron los minutos. Sin que nada la distrajera, la concurrencia la observaba, esperando que empleara a su gusto los sesenta minutos disponibles.
El presidente de la sesión -un hombre delgado con apariencia de enterrador- le había aclarado que todos estaban allí sólo para escucharla y acompañarla en la hora que era enteramente suya. Cumplida la encomienda de informar, Alfredo Mireles -así decía el gafete en la solapa anticuada- sonrió beatífico y se miró las uñas.
Al fin Agustina murmuró de prisa un saludo con la determinación de quien se arroja al vacío:
-Buenas tardes o noches. No sé ni en qué hora vivo.
En el auditorio se escucharon risas aisladas. Agustina las malinterpretó y estuvo a punto de abandonar el podio que desde el principio había relacionado con el público. Sus ojos tropezaron con los de un hombre moreno y corpulento sentado en la última fila. Ese contacto le dio fuerza para continuar.
-Siempre estoy asustada. Hoy siento más miedo porque no sé cómo es esto. Temo que piensen mal de mí o de que yo misma cuando termine, si es que logro hacerlo, me odie más.
Inclinó la cabeza para ocultar su angustia. En esos momentos hubiera preferido estar junto a un deudo y no ante la mirada de los desconocidos a quienes estaba a punto de revelar su secreto. Mientras reflexionaba, escuchó varias veces el timbre del teléfono y la voz asordinada de la mujer que cubría la guardia dominical en Palabra y Fortaleza. No recordaba sus facciones pero sentía agradecimiento hacia ella por la forma de darle la bienvenida.
-La señora que me recibió...
La voz del presidente la interrumpió:
-Nuestra recepcionista se llama Alicia, pero le decimos Tita.
La exactitud de Mireles provocó otra vez las risas de la concurrencia. Agustina levantó los hombros y sonrió también:
-Bueno, Tita me explicó que al llegar aquí debía presentarme. Soy Agustina Maciel Lara. Nací en El Caracol. Es la primera vez que salgo de allá y creo que no regresaré. Consolar a tantos deudos me hizo daño y me negué a seguir. Por eso muchos de mis amigos y conocidos me han retirado la palabra. Me sentí muy mal y a escondidas me puse a beber. Prmero una copita, después dos hasta que una mañana desperté tirada a mitad del cuarto.
Agustina apretó los labios y, aferrada al podio, empezó a balancearse. Parecía que no iba a decir nada más pero siguió hablando:
-Aquella mañana empecé a verlo todo muy diferente. Comprendí que así, como estaban las cosas de El Caracol, no habría nadie que quisiera consolarse de mi muerte. No sé si alguno de ustedes ha sentido algo así. Es feo, duele.
Agustina parecía dirigir su comentario a toda la concurrencia, pero en el fondo, aun cuando no estuviera mirándolo, pensaba en el hombre robusto y moreno sentado en la última fila. Le hubiera gustado escuchar su voz pero tuvo que conformarse con sentir que él seguía allí.
Se oyeron murmullos y enseguida el campanillazo con que el presidente demandaba silencio. La quietud reinó de nuevo en el salón. Agustina sintió que había perdido el hilo y el valor para seguir con su relato. Un ebrio que irrumpió dando traspiés atrajo la atención de la concurrencia. Agustina aprovechó ese instante de libertad para ver al hombre de la última fila. Seguía allí, pidiéndole con la mirada que continuara su relato.
-Todo empezó con la muerte de Rodolfo Mancilla. Crecimos juntos. Fuimos a las mismas escuelas. Cuando terminamos el tercero de secundaria se organizó una kermés. había tómbola, cárcel y registro civil. A nuestros compañeros se les ocurrió que Rodolfo y yo nos casáramos de a mentiras. El torció un pedacito de papel y me lo entregó como anillo. Después sacó su cuaderno y dibujó una casa en la que supuestamente viviríamos. Al final de la fiesta me regaló la hoja. Lo interpreté como una promesa de matrimonio, a lo mejor porque desde mucho antes me había enamorado de él.
Agustina interrumpió su exposición cuando vio al ebrio ponerse de pie y aplaudir antes de volver a desplomarse en la butaca. Desconcertada miró hacia la última fila. El hombre moreno había desaparecido. Asoció el hecho con lo que iba a relatar y se acentuó la emoción en su voz:
-En secreto, pasaba las horas mirando el dibujo de la casa, llenándola de muebles y de hijos imaginarios. Creo que por vivir allí, dejé de darme cuenta de las cosas que sucedían a mi alrededor. Desperté de mi sueño la tarde en que Rodolfo me informó que él y su familia se mudaban a Contreras. Varias veces le pregunté si ocuparían un departamento o una casa. ƑY saben por qué lo hice? Estaba esperanzada de que al oír la palabra casa Rodolfo recordara la nuestra. šQué iba a ser! Decidí darle una última oportunidad. Le conté que mis primos vivían en Contreras y que cuando los visitara pasaría a verlo. "šHaladora!", me gritó y se fue corriendo sin dejarme su dirección y sin darse cuenta de cómo me quedaba.
Agustina no pudo reprimir el sobresalto al ver que el hombre robusto y moreno, con un vaso de café entre las manos, volvía a ocupar su sitio en la última fila. Sintió miedo de la forma en que él pudiera juzgarla cuando la oyese contar el resto de su historia:
-Volí a tener noticias de Rodolfo mucho tiempo después, la mañana en que mi madre me recibió furiosa. Le habían dicho que mi prima Olga acababa de casarse. Le molestaba mucho que no nos hubiera invitado, y más cuando el marido era Rodolfo. Pregunté: "ƑCuál Rodolfo?" Por el tono de mi madre ya sabía la respuesta: "Pues el de nosotros". La sorpresa no me dejó llorar, pero en la noche quemé el dibujo de mi casa. ƑYa para qué guardarlo?
Al preguntar, Agustina miró al hombre de la última fila. El asintió suavamente y ella continuó.
-Antes del año volvimos a tener noticias: "Anteayer murió Rodolfo en un acidente. Dicen que Olga está como loca, tuvieron que amarrarla para que no se tirara de la azotea. Vamos a darle el pésame. Aunque no nos haya invitado a su boda sigue siendo de la familia". Cuando entré en su casa y vi a mi prima de luto, llorando, diciendo lo bueno que había sido Rodolfo con ella, sentí peor que al enterarme del matrimonio. Ahora ya no me quedaba ninguna esperanza de que él volviera a acercarse a mí. En cambio Olga podría conservar su memoria para siempre. Lloré, pero de rabia. Mi mamá me dijo: "Vinimos a consolar a Olga. No a ponerla más triste. Acércate: dile algo que la ayude con su dolor. Tú conociste bien a Rodolfo". Entonces hice algo muy malo.
Agustina se cubrió la cara y continuó su relato. El presidente de la sesión le advirtió que no se le oía y, aunque ella no lo miraba, sonriendo le recordó que en Palabra y Fortaleza lo importante era hablar y ser escuchado. Agustina se disculpó:
-Me acerqué a mi prima y le dije al oído cosas de Rodolfo. Cosas terribles, que no puedo repetir. Cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo me arrepentí y me callé. Olga me exigió que se lo dijera todo. No fue difícil: nada más dejé que me saliera el rencor. Cuando nos despedimos Olga estaba tranquila. Al llegar a la casa mi mamá me preguntó qué le había dicho a mi prima: "Palabras de consuelo". Mi mamá lo comentó con una vecina. Al poco tiempo empezaron a llamarme para que fortaleciera a la familia o a los amigos de algún difunto. A todos les inventé cosas horribles y por eso los deudos se alegraban de su muerte. Empecé a sentir remordimientos y para ocultarlos me eché a beber. No sirvió de nada. Creo que sólo la muerte...
Agustina escuchó un campanillazo y al presidente:
-Su tiempo se terminó. ƑVolveremos a verla?
Sin responder, confundida entre los que salían de la reunión, Agustina corrió al paradero de autobuses. Allí descubrió al hombre moreno. Imaginó que la esperaba.