Jornada Semanal,  6 de mayo del 2001  
 
 
 
Luis Francisco Acosta 
 
De una confesión invicta 
  
 
 
 
Dice Luis Francisco Acosta que la vida del gran escritor rumano Panait Istrati fue "fustigada por el azar y el amor, el infortunio y la esperanza". En torno a su tumba se agitaron los siniestros estandartes de la Guardia de Hierro de Antonescu, que intentaban apoderarse del autor y del personaje por medio de un "falaz homenaje político". Poco tiempo después, la mentira cayó por tierra y brilló el "idealismo libertario, exaltado hasta la desesperación" del autor de Codine, Las mocedades de Adrián Zograffi y Kyra Kyralina, entre otras grandes novelas. Al final de su vida, Istrati declaró: "Quiero ser libre, pero no obligo a nadie a hacer lo que yo." Sin duda, a nuestro homenaje al gran rumano se une Romain Rolland. 

 
En Bucarest, el 14 de abril de 1935, murió Panait Istrati en un hospital para desposeídos, precedido de una vida fustigada por el azar y el amor, el infortunio y la esperanza. Aún sujeto a veleidades del destino, su entierro se vio asistido por los ominosos estandartes de la Guardia de Hierro que cubrieron al fascismo rumano. Fue un último atentado contra este artista ?cuya fama se extendía? y contra su idealismo libertario, exaltado hasta la desesperación. Entonces su nombre cayó en entredicho por algún tiempo, a merced de la ingratitud y el olvido, hasta que su obra literaria, la que exigió y esperó Romain Rolland, se impuso, rescatando a su autor de la infamia heredada por aquel falaz homenaje político. 

El hombre nació en Braila, el pequeño puerto fluvial sobre el Danubio de Rumania, en 1884, hijo de un contrabandista griego que sólo cumplió con engendrarlo antes de desaparecer, y de una campesina rumana de buena entraña. Nació al anonimato más miserable, frente a un mundo cerrado y hostil pero con las consignas románticas de un trotamundos y el germen del amor al amigo, a las artes y a las letras. Demasiado pronto su espíritu se encontró cercado y abandonó a su madre, siempre con dolor, a los doce años, e inició la conquista de su libertad. Durante veinte años sobrevivió en el azar, viajando infatigablemente por Oriente medio, Arabia, Turquía, Egipto y parte de Europa. Sufrió intensas pasiones y vivió incesantes aventuras; desempeñó por temporadas los más deleznables oficios: marinero, albañil, mesero, mecánico, estibador, fotógrafo ambulante, en el tráfago por unas cuantas dracmas o francos, no más de los necesarios, pues ?escribe? "para mis adentros me decía que el dinero y los cretinos deben ser hermanos gemelos". Dondequiera le salieron al paso la iniquidad y la explotación, la esclavitud bajo la opulencia ultrajante de los privilegiados, que lo llevaron a afirmar que "mucho de lo hecho por los hombres y el Creador está mal hecho" y, más tarde, a involucrarse en una acerba militancia en las facciones socialistas. Por otra parte, también supo hallar y develar la sonrisa pálida, hundida, bajo el hambre y el corazón afable del desconocido, y en la belleza original de la tierra y sus horizontes. 

Simultáneamente, Panait Istrati se cultivaba; "es un autodidacta que encuentra su escuela donde puede", dice él mismo de uno de sus personajes. Desde su infancia comenzó a impregnar su alma con la obra de los escritores rumanos de la época: Nicolás Iorga, Minulescu, Sadoveanu, y del muy afortunado encuentro con las páginas de Dostoievski, a quien cursó y veneró de por vida; conoció a los clásicos franceses y se apropió del francés como instrumento para su obra personal: así, Stendhal, Chateaubriand, Molière, Daudet, Balzac, Zolá, France, Prévost, Peguy, Loti, fueron los puertos de la literatura donde atracó en la búsqueda de su propio itinerario. Y lo consiguió. Para hacerse una idea cabal de la cultura que se forjó a sí mismo este insólito vagabundo, basta traer a colación alguna de sus opiniones, que apunta el catalán Pere Foix, su más ferviente biógrafo: 

La prosa brillante, de oropel, de algunos escritores perversos y sin sensibilidad que con desfachatez se atribuyen un falso talento, difiere de la esencia que emana de la enjundiosa y trascendental obra de un Rubén Darío. Lo que aquellos escriben, de mucha hojarasca y escaso numen, se desvanece con su muerte, mientras que la reciedumbre de un Shakespeare o de un Dickens, de un Cervantes o de un Unamuno, llevan el perfume de lo perenne. 

Además, a las influencias culturales de Occidente, Istrati añadió los influjos orientales ?el exotismo, la honda antigüedad y la abigarrada cotidianidad de esas culturas?, que asimiló en sus derroteros por Asia menor. Aglutinado todo esto en la experiencia sensible de un hombre con profundas nociones estéticas, tarde o temprano tendría que redundar en el creador de un muy singular testimonio artístico y fundamentalmente humano. 

El artista gestado en un inicuo proceso anónimo por fin recibió la luz cuando, en enero de 1921, Romain Rolland leyó la carta, la confesión de un rumano tuberculoso que agonizaba en un hospital de Niza con un grave corte en la garganta aplicado por sí mismo. No era una confesión de culpas y delitos, era la confesión de una vida hecha de rasgones y de una concepción vital conformada a golpes de conciencia, de una esperanza a punto de frustrarse. "Leí la carta ?dice Rolland en el prólogo de la Kyra Kyralina de Istrati?, y comprendí que en ella se manifestaba la expresión tumultuosa de un genio. Era un viento incendiario que soplaba sobre las llanuras… Era la confesión de un nuevo Gorki de los países balcánicos." En la extensa carta, Istrati le hacía saber la notable impresión que le produjo la lectura de Juan Cristóbal ?la obra cumbre del Premio Nobel francés de l915? y le narraba la historia de su propia aventura existencial y sus convicciones. Afortunadamente pudo salvarse al desconocido y el escritor francés se apresuró a contestarle: "En usted bulle la tormenta del genio […] La evocación de su juventud y sus viajes es una brillante página, que puede compararse con las obras maestras de los rusos. Ya no espero de usted cartas exaltadas, espero la obra." 

De aquella confesión invicta se derivó la obra esperada que justificaría genuinamente el parangón con Máximo Gorki; así fueron apareciendo en letra impresa las preciosas narraciones, cuentos y novelas de Panait Istrati, títulos tan importantes como desconocidos: Kyra Kyralina, Oncle Anghel, Presentatión des aidoucs, Mijail, Nomnitza de Snogov, Codine, Kir Nicolás, Nerransula, Les chardons du baragan, Mes départs, Le pecheur d’éponges, Tanya Minka, La vie d’Adrien Zograffi, Pour avoir aimé la terre, La maison Thuringer, y tres volúmenes sobre la Rusia soviética con el título Vers l’autre flamme. No toda la obra de Istrati está traducida al español, pero es posible encontrar algunas ediciones de Kyra Kyralina, Codine, Mijail y un volumen de cuentos, El pescador de esponjas. 

Llegó el momento en que con un recuento tal de libros publicados ya no fue posible aludir a Istrati sino como escritor, a pesar de que él tuviera otra idea de su oficio. Su lenguaje se da en la sencillez y en la armonía que surge de la emoción. Con una elegancia discreta, se aventura frecuentemente en la impugnación y la denuncia subrayada con las expresiones fuertes que requiere su dramatismo; es el lenguaje directo que puede usar un aventurero con un caudal de vivencias y anécdotas, volcadas en el seno de su palabra, el mismo que usaron ?nos dice Vicente Blasco Ibánez en el prólogo a la primera traducción castellana de Istrati, Kyra Kyralina? Jack London o Pierre Loti. Sus motivos y contenidos se pueden inferir sin reservas de su propia historia: la complejidad de las relaciones entre los hombres y sus empresas, constreñidas a esa cadena tan habitual e inmediata que es la rutina. Sus valores son ante todo la amistad y el arte y sus categorías estéticas ?la belleza que el escritor encuentra en los recovecos más inverosímiles?, la sinceridad, la libertad y la justicia, todos ellos lugares comunes en cuanto a conceptos que han formado la historia, pero tajantes realidades en cuanto a vivencias que rebullen en el existir individual y, también, en la creación literaria. 

Sin embargo, es significativo y sorprendente que Istrati no se aceptó jamás como escritor, aunque acabara sus días escribiendo, pues le parecía demasiado estrecho el mundo en que se desenvolvían los escritores de la época. En unas pocas líneas resume su sentir a este respecto, y desataca deformaciones del oficio que aún persisten: 

Entre los escritores abundan los casos de señoritismo petulante, presuntuoso, siendo numerosos los que se agachan ante el pesebre. Y a los zopencos y frívolos escritores que forman parte de esa grey lo único que les interesa son sus triunfos sociales con las consiguientes conquistas mujeriles. Se desviven por agradar a los burgueses y mejor aún a los aristócratas, cuyos salones frecuentan si en ellos son admitidos, y van por el mundo con perfecto desconocimiento de las turbulencias en que andan metidos los hombres en su lucha por la vida. De cambiantes opiniones y de movedizas sensaciones, buscan la sonrisa del los ángeles con faldas y sin alas. Nada tan repugnante como un escritor pusilánime. Yo he dicho ?y lo confirmo? que nunca seré un escritor profesional. ¡Bonita profesión la de escribir dando consejos al público, mientras cada quien obra a su antojo, frecuentemente en contradicción con lo que se escribe! ¡Realmente repudio esa profesión! Yo, en cuanto haya expulsado lo que llevo dentro de mí, romperé la pluma y volveré a lo de antes, con los míos, los desheredados, buscaré la manera de subvertir los órdenes actuales, para que en la tierra haya paz, justicia y libertad. 

Esto no es simplemente un párrafo de literatura, es una tesis, otra confesión consecuente en la que se define el compromiso inherente al oficio del artista honesto. El alcance de las palabras de Istrati, quien efectivamente luchó desde su posición trascendiendo intrigas y agresiones, tiene a la fecha una vigencia categórica y ejemplar. Prueba constante de ello es que ahora, con mayor contundencia, se oye la voz de escritores haciendo hincapié en esta malversación del oficio. Julio Cortázar advertía hace unos lustros (en Último round) sobre tal riesgo: " Es obvio que tratarán de comprar a todo poeta o narrador de ideología socialista cuya literatura influya en el panorama de su tiempo: no es menos obvio que del escritor, y sólo de él dependerá que ello no ocurra." Y añade: "Y así, ese justo, delicado equilibrio que le permite seguir creando con aire en las alas, sin convertirse en el monstruo sagrado, el prócer que exhiben en las ferias de la historia cotidiana, se vuelve el combate más duro que ha de librar el poeta o el narrador para que su compromiso se siga cumpliendo allí donde tiene su razón de ser, allí donde brota su follaje." 

El desenlace de la actividad política de Panait Istrati, debido esencialmente a las múltiples contradicciones en la praxis del naciente socialismo, le acarreó la decepción y la enfermedad; abandonó las filas del comunismo y se retiró a continuar escribiendo y a vivir con sus convicciones íntimas. No obstante, su postura ideológica estaba bien definida a través de su obra. En El pescador de esponjas se lee esta declaración: "No, no soy un anarquista. Los anarquistas no aman la libertad, aunque así lo crean. Y yo la amo. Los anarquistas son hombres desordenados. Pero hasta en el amor a la libertad, hay en el mundo un orden. Quiero ser libre, pero no obligo a nadie a hacer lo que yo." Él sabía que lo que se anhela cuesta una entrega decidida, y del anhelo máximo dice: "No hay felicidad que pueda compararse a la que se consigue de la existencia, a cambio de riesgos y de esfuerzos crueles." Pero, con todo, Panait Istrati se lleva consigo un secreto, la causa por la cual desertó y a veces abjuró de todo cuanto amaba: su madre, sus amores, su militancia política, sus lejanas naciones, sus oficios ?no de la literatura ni del arte, ni de su tardía esposa, Berthine Ziemssen, quien lo asistió en su lecho de muerte. Él solamente dejaba ver su pesadumbre sin explicar mucho al respecto. "Mientras un secreto sigue amarrado a tu vientre, es tu esclavo. En cuanto se lo dices a otro, ya eres tú esclavo suyo", puntualiza en Mijail, dando una pauta para comprenderlo. Efectivamente, Panait amó sobre cualquier cosa su libertad para correr mundo, para vivir, para permanecer en la vena de la creación; todo lazo le fue demasiada cadena, por eso optó por ser siempre un desarraigado, pero asimismo lo asumió y pagó el precio que la vida misma y sus contemporáneos le cobraron. 

A ochenta años justos de la carta incendiaria a Romain Rolland, la confesión invicta que lo sacó del anonimato, y de la respuesta de aquél que rescató su obra, y a sesenta y seis años de su muerte, el único homenaje que a veces se le rinde es un muy relativo recuerdo y la lectura accidental de alguno de sus libros, por más que este tiempo constituye ya un preámbulo de inmortalidad y su obra un discreto capítulo en la literatura universal.