ANTESALA
Mudarse por mejorarse. La vida parece moverse por
ciclos. Así como hay infancia, adolescencia, juventud, madurez y
senectud, igualmente en nuestro devenir profesional, incluso en nuestras
relaciones íntimas, cada uno a su manera va cumpliendo etapas que
nos hacen acumular experiencia y, a veces, crecer y hasta dirigirse hacia
otro estado, no siempre mejor pero al menos distinto. Los cambios acarrean
una incertidumbre particular: nos rejuvenecen, puesto que hay que empezar
de cero; agudizan otra vez nuestros instintos; nos obligan a repasar lo
que supuestamente ya sabíamos; a hacer rounds de sombra y algo de
gimnasio para reanimar la actividad de ciertos músculos que ya habíamos
olvidado que estaban allí. Además, uno se cuestiona, frente
a la labor que llega a su fin: "¿Fui un buen lector, un buen editor,
un buen sparring a la hora de la cachetada y el tortazo? ¿Cuántas
veces no supe defender a X autor(a), a X texto? ¿Cuántas
veces acerté y nadie me lo reconoció? ¿Cuántas
tomé la decisión equivocada o fui demasiado duro con los
miembros del mínimo staff? ¿Cuántas veces me
callé y no debí hacerlo?" No es fácil trabajar en
un suplemento nacional que es realmente leído y donde todo
el mundo se siente con derecho a publicar, ya por prestigio ya por necesidad.
El caso de La Jornada Semanal fue aún más complicado
puesto que durante la crisis derivada de los errores de diciembre del 94,
lo primero que eliminaron los periódicos nacionales en su plan de
ahorros fueron precisamente los suplementos culturales. Como bien nos han
demostrado el presidente Fox y el gobernador López Obrador (cada
uno por distintas razones), la cultura y sus derivados constituyen el primer
rubro a ser eliminado, no obstante que la inversión en ellos siempre
ha sido raquítica si no es que ridícula. Con este prejuicio,
a raíz de la crisis de 1995 casi todos los diarios redujeron al
mínimo, o de plano suprimieron, sus páginas culturales. La
Jornada, en cambio, conservó el espacio sustantivo para la difusión
y el análisis de aquellos que piensan y crean el arte de nuestros
tiempos. La Nueva Época de La Jornada Semanal quedó
a cargo del escritor Juan Villoro, quien al grito de "¡este es el
suplemento de la unidad!", se dedicó a darle voz y espacio a prácticamente
todos los representantes de los grupos de las distintas escuelas y tendencias
nacionales. A los profesionales, digamos. Además, intentó
dar un panorama puntual de las más recientes tendencias artísticas
internacionales. Juan es un hombre de múltiples capacidades y registros,
que logró imprimir al suplemento la dinámica y la energía
suficientes para dar vida al proyecto que hacía falta en ese momento
de crisis, o sea, no encerrar al arte y la escritura dentro de la muralla
de nopal sino, por el contrario, dar cuenta de que el mundo no se acababa
en Cuautitlán, de que una visión universal y cosmopolita
era también un arma. Juan Villoro nos documentó este optimismo
semana tras semana. Este abajo firmante que ahora lee usted colaboró
con Johnny en la parte técnica editorial, junto con Eduardo Hurtado,
poeta y editor maniático pero de superlujo. Durante los tres años
que duró el proyecto, Ricardo Cayuela fue el encargado de recibir
y también dar los pastelazos, a la vez que de reclutar nuevas plumas
para darle el oxígeno necesario al suplemento.
Cambio de piel. A los tres años, como habíamos
acordado desde un principio, se decidió que hacía falta un
cambio de timón. Juan era, en realidad, el que más perdía
dirigiendo al suplemento. Dirigir una publicación de esta índole
requiere un esfuerzo extraordinario del hígado y otras vísceras,
así como también de un arduo trabajo de relaciones públicas.
Nadie en la República de las Letras (como dice mi querido Humberto
Musacchio) está satisfecho(a) con lo que se hace. Cada creador,
cada crítico, cada intelectual tiene su idea de cómo debe
ser y qué debe publicar un suplemento (dirigido por ellos, claro).
Juan, que cobraba poco, se preocupaba más bien porque su equipo
estuviera mejor pagado. Al acercarse el fin de la era Villoro, este humilde
redactor no se sentía muy agotado, ya que su participación
no era en un puesto de verdadera responsabilidad. Así que decidió
autoproponerse al puesto de Jefe de Redacción, al enterarse de que
la nueva dirección quedaba en manos de Hugo Gutiérrez Vega,
poeta, actor, diplomático y antiguo conocido de aquí su servilleta,
y Rosa Beltrán en la subdirección y también buena
amiga de quien esto escribe.
Despedida no les doy... No hay mucho que decir al
(a la) amable lector(a) que haya seguido los avatares de esta nueva Nueva
Época. Rosa Beltrán fue la primera víctima del ritmo
del periodismo, el que esto redacta resistió seis años en
el semanario y ahora le llega el turno de cambiar de aires. ¿Por
qué, dirán algunos? Causas de fuerza mayor, responde este
antesalista, diplomáticamente. Cansa dar y recibir pastelazos, poner
la otra mejilla. Cansa lidiar con egos exigentes, gritones e intolerantes,
o sinuosos y retorcidos en la hipersensibilidad a los cantos de sirena.
Cansa el rumor, la envidia, la mala leche. Lo anterior no excluye mi agradecimiento
a La Jornada y a Carmen Lira, su directora, por tenerme paciencia
y manga ancha; así como al dos veces H. (le falta un complot para
coronarse) actual director de La Jornada Semanal por darme la oportunidad
de realizar ciertas cosas que siempre quise experimentar, entre ellas la
hechura de esta columna. No trataré de defenderla. Sea usted, lector(a)
anónima(o) y alerta, quien se encargue de evaluarla. Vayan, sobre
todo para usted, mis disculpas y mi más alto reconocimiento; siempre
escribí pensando en divertirlo. Advierto, eso sí, que sólo
renuncio al privilegio de escribir mi columna en este suplemento,
pero si usted me busca quizá me encuentre más adelante realizando
alguna otra sección semejante. Ahí se los dejo de tarea.
Hasta siempre. |
CarlosGarcía-Tort
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SURREALISMO MICHOACANO
Para Héctor
y Margarita Ceballos
Hace unos años registré
en estos bazares asombrados los textos de varios letreros francamente surrealistas
que amenizan los viajes por las carreteras de Puebla, Tlaxcala y Veracruz.
Un poco después hice la crónica de un viaje por la llamada
"Vía corta México, Morelia, Guadalajara" (la autopista va
de Maravatío a Guadalajara) que es, en la realidad, un extraño
camino que incluye la autopista más cara del planeta, la de México
a Toluca, una ruta llena de hoyancos adornada con un letrero inefable:
"Atlacomulco, universalidad, cultura y progreso", y una simple carretera
de dos carriles que llega a Maravatío y cobra como si fuera autopista
(están construyendo al lado otros dos carriles, pero, siguiendo
los métodos egipcios clásicos y los del "anchuroso y peripatético"
Lic. Carbajal, su terminación será vista por nuestros biznietos
si bien les va).
En este bazar hablaré de las señales estrambóticas
y peligrosísimas que nos desorientan en los caminos del pero qué
lindo Michoacán. Partí, después de comer una impecable
barbacoa de olla, tanto de chivo como de borrego, con sus perfectos garbanzos
y una amable salsa de guajillo muy bien balanceada (las tortillas echadas
a mano al lado de la cocina, la leña perfumada, el comal generoso
en su distribución del fuego) y entré, siguiendo la ruta
sugerida en un folleto de la Secretaría de Turismo de la tierra
de Pito Pérez, a los meandros de un periférico tan enamorado
del perfil de Morelia que le da diez vueltas a la ciudad y, tarde o temprano,
te regresa al lugar de la barbacoa (como el viaje es largo, llegas a la
hora del desayuno. Se sugiere un chocolate con pan de dulce y unos huevos
en rabo de mestiza que aprobarían don Artemio y Rubén Romero).
Paso a contarles algunas de las características de ese regionalista
y obsesivo periférico cuyo carácter laberíntico se
explica por la extraña manera de señalar sus salidas. Pongo
un ejemplo: usted trata de tomar la vía corta a México o
a Guadalajara. Los letreros lo llevarán hasta un puente. A su entrada
le indicarán que va usted a Guadalajara o a México, pero
a su salida se encontrará usted con una calle que va al centro de
Morelia. Un amigo de Uruapan, el estudioso e inteligente Héctor
Ceballos, me explicó la manera de salir del laberinto: no hacer
caso de los letreros, tomar la lateral del puente y seguir la señal
que dice aeropuerto. Poco antes de llegar a la terminal aérea encontrarás
un letrero que te manda a la derecha para salir a la ruta de México
o Guadalajara. No le haces caso, le sacas la lengua y te vas a la izquierda
(lo que el país debe hacer dentro de seis años si la izquierda
logra ponerse de acuerdo consigo misma y librarse de sus canónigos
magistrales). Respiras hondo y te pones a rezar la Magnífica, pues
estás en las manos del Señor. Si te va bien, llegas a Toluca
en seis o veintidós horas (atravesar la discutiblemente hermosa
capital mexiquense puede ser cosa de semanas) y a la Ciudad de México
en un par de días más (si es viernes de quincena, llegar
a tu casa puede ser cosa de meses. Un tío mío vaga por el
Desierto de los Leones desde un viernes de quincena de 1995. De vez en
cuando nos manda nostálgicas postales). Se sabe de unos turistas
de Dakota del Norte que ya viven en el periférico moreliano. Tienen
unas tienditas de campaña muy aparentes y el amable clima y la cordialidad
michoacana suavizan su pérdida de la esperanza de salir del laberinto.
Entre Uruapan y Pátzcuaro hay una autopista de
dos carriles y un acotamiento rara vez usado por los vehículos lentos
para dejar pasar a los de motores más poderosos. Intentamos entrar
a Pátzcuaro y seguimos un terco letrero que decía "Pátzcuaro
4 kilómetros". A los doce sospechamos que algo
andaba mal y preguntamos ("preguntando se llega a Roma", dicen los buenos
viajeros) a un vendedor de sillas cuál era nuestra posición
en el mapa michoacano. Descubrimos con gusto que íbamos con rumbo
a Santa Clara del Cobre y Tacámbaro. No estaba nada mal, pero la
idea original era la de visitar Pátzcuaro. El buen señor
nos sugirió dar marcha atrás y regresar al cruce Uruapan-Morelia,
seguir hacia Uruapan y a los tres kilómetros regresar al camino
libre a Morelia. Con buena suerte daríamos con la entrada a Pátzcuaro.
Lo logramos y nos recibió la estatua del gran Tata Vasco. El encantador
Pátzcuaro nos hizo olvidar el
caos del señalamiento michoacano. Tomamos, en
un café de los portales, un capuchino, y cuando nos llegó
la cuenta pedimos unas letras de cambio para poder cubrir
el costo en unos seis meses. El precio de los hoteles
y de la comida en los restaurantes del Centro está pensado para
espantar a los mismos turistas imperiales. En fin... la eterna historia
de los prestadores de servicios turísticos: una cretina voracidad
que acaba asesinando a la gallina de los huevos de oro. La estatua de don
Vasco, los portales, la visita a las iglesias y hospitales nos hicieron
borrar la impresión de la estupidez mercachifle y regresamos a los
"siglos dorados" de la utopía del primer Tata. Respecto al segundo
nos preguntamos de nuevo: ¿Por qué Ávila Camacho y
no Mújica? Esta es una pregunta seria, grave, casi dramática,
pues con Mújica la Revolución habría continuado lo
hecho por el segundo Tata. No fue y ya conocemos la historia, la decadencia
y caída de uno de los más corruptos sistemas políticos
del planeta. Espanta, mucho más que los males turísticos
de las tierras michoacanas, saber que los madrazos y los cerveras siguen
dando coletazos y que la cultura priísta sigue viva en la sucia
estructura burocrática del país... en fin,
supongo que vamos hacia la democracia. Nuestros biznietos la verán
funcionando en serio, si bien les va.
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