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Ignoro
cómo se hace la pesca de la esponja en el día de hoy; pero,
hace veinte años, cada esponja que se arrancaba al mar le costaba
una gota de sangre al pescador.
La mañana del día en que apareció ante nuestros ojos la cadena de montes del Líbano, y cuando todavía no sabíamos lo que se nos deparaba, saludamos con gritos de alegría al cielo, a la tierra y a las gaviotas que nos escoltaban. El saludo de nuestros amos fue para el demonio que se escondía en sus almas, y en silencio prepararon los cables y los cuchillos. Existen en aquellos parajes del Mediterráneo porciones extensas de mar en las que el fondo no se encuentra más profundo de quince y hasta de diez metros de la superficie de las aguas. Es aquel uno de los sitios donde más abundan las esponjas, un rincón de vastas y solitarias bahías que apenas si son surcadas por los caiques de los pescadores. Allí, por cada metro de superficie de agua ha surgido una burbuja que, al estallar, deja salir un mudo gemido contra la inclemencia humana, escapado del pecho de un hombre que hace esfuerzos, en el fondo del agua, para arrancar una esponja. La misma esponja que, meses más tarde, se esfuerza, a su vez, por limpiar una pequeña parte de la suciedad humana. La lucha del hombre y de la esponja es inútil, pues como verá usted, lo que pasa es lo siguiente: Alineados a babor y a estribor de la embarcación, diez verdugos sujetan con sus manos un cable del que pende la vida de un hombre. Cada uno de éstos, desnudo como vino al mundo, sostiene en su mano un cuchillo corto y afilado. La cuerda le pasa por debajo de las axilas, y a su espalda lleva un lastre que, aunque mucho más ligero que su amargura, es bastante más pesado que sus pecados. Y eso es todo. Una vez fijado el lugar de la pesca y anclado el barco, el patrón da comienzo a los sondeos, gritando: -¡Doce metros! ¡Ocho! ¡Trece! ¡Once! ¡Nueve! A cada uno de los gritos, se preparan, tras él, el esclavo y su amo: una buena bocanada de aire y al fondo del agua, donde podría verse, con los ojos abiertos, hasta una aguja que cayera de arriba y el sitio en que quedaba. Esponjas de todos los tamaños tapizan el fondo del mar. El hombre agarra la más grande, queriendo cortarla; pero, como todo lo miserable, la esponja lucha defendiendo su vida. No tiene otra defensa que el jugo viscoso que la empapa, y que la hace escurrirse de las manos, como el mercurio, mientras la raíz parece sujetarse con más fuerza a la roca. Y he aquí la tragedia de la pesca de esponjas: la dosis de aire se agota con rapidez; empieza a apagarse el corazón, zumban los oídos; los ojos se cubren con el velo precursor de la muerte. Entonces, con la esponja o sin ella, hay que tirar del cable para dar la señal de socorro, sin precuparos en lo que os espera; no pensando más que en esa enorme riqueza de la vida ?¡el aire!? que ningún hombre ha logrado atesorar. Una vez a bordo, si la suerte propicia le ayudó a uno a recoger una buena esponja, unos instantes de reposo, dulces como la caricia de la mujer amada, son el pago. Pero si subes con una esponja deshecha, o con nada, el puñetazo, recibido en las costillas desnudas, te hará blasfemar contra la vida y su creador. Lo que te hace daño, más que el dolor del golpe, es el odio y el deseo insatisfecho de hundir tu cuchillo en el vientre del tirano. Ha habido desgraciados que, olvidándose del peligro, han utilizado aquél, guiados por el odio; pero un minuto mas tarde caían al mar con el corazón atravesado por una bala. Sólo un esclavo pagó, en nuestro barco, este instante de protesta con su vida. Nos sirvió de ejemplo, que no nos decidimos a imitar. El hombre es cobarde y cuando no es él el que aprecia la vida, es entonces la vida la que le ha tomado aprecio a él; pareciendo todo cosa del mismo demonio, ya que el fin de la creación no fue poblar la tierra de seres dignos sino de animales. Como animales prisioneros, continuamos nuestra labor de gusanillos submarinos: sacar esponjas, respirar un poco, volver a subir con las manos vacías y recibir golpes. En la lejanía, Alejandreta, Mesina, la costa, nos parecían la tierra de promisión. ¡Allí, el hombre podía dedicarse tranquilamente a la holganza, podía morirse de hambre si quería, podía ser libre! Nos habíamos enrolado por tres meses, pero nos tuvieron cuatro por el mismo dinero. Entrado septiembre, nos condujeron al Pireo y nos dejaron tirados en tierra, como objetos que ya no sirven para nada. ¡Pobres vagos, sin nombre y sin dios! Era tan grande su alegría que no dejaron de emborracharse tan sólo un día durante una semana y, al volver a la realidad, estaban prestos a dejarse atrapar con el cebo de otra trampa, a ser llevados sabe Dios a qué otra pesca Yo no hice lo que ellos, y ningún engaño ha conseguido después engancharme nuevamente. Verdad es que siempre he sido un hombre sin razón de ser.
Pero, ¿qué importancia puede tener
esto para el creador, si cuando una piedra cae del cielo, lo mismo aplasta
sobre la tierra a un grano de maíz que a un hombre que es todo razón
de ser?
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