jueves Ť 10 Ť mayo Ť 2001
Soledad Loaeza
El pueblo contra la democracia
En un esclarecedor ensayo que lleva el mismo título que este artículo, el distinguido politólogo francés Guy Hermet discute los diferentes recursos legislativos y retóricos que utilizaron en Francia en el siglo XIX políticos e intelectuales, para limitar los efectos del sufragio universal sobre la distribución del poder y la influencia. Ante el avance imparable de la democracia política liberal, que se funda en el principio de la igualdad de los individuos, estos grupos de privilegio recurrían a distintos argumentos para justificar la convicción bien profunda de que su voto no valía lo mismo que el de otros, en quienes no reconocían autoridad moral o estatura intelectual. Sin atreverse a decirlo con todas sus letras, exigían que el voto fuera ponderado y no simplemente contabilizado.
Sin embargo, como era muy difícil justificar esta pretensión sin incurrir en un ataque explícito a los principios democráticos, optaron por distintas argucias. Una de ellas fue usurpar la representación mayoritaria asumiéndose como representantes del pueblo sin más fundamento que la bondad intrínseca de sus intenciones. Con base en el presupuesto de que sus ideas y propuestas eran las que más convenían al pueblo, hablaban en su nombre; en algunos casos tenían el aval de un partido cuya representatividad popular no iba más allá de un símbolo o una denominación, pero en otros se trataba simplemente de individuos inspirados. Esta sustitución del pueblo, por parte de un grupo o de una persona --en el discurso, primero, y en la estructura de poder después--, casi siempre tenía por objeto darle la vuelta a resultados electorales o a legislaciones desfavorables, que afectaban los intereses de minorías que no estaban dispuestas a reconocer la realidad de las mayorías o los intereses de otras minorías. No obstante, esta operación se justificaba con el argumento de que su propósito era defender al pueblo --siempre inocente e inerme-- de las consecuencias de las instituciones democráticas que, según ellos, pervertían sus objetivos cuando trataban a los iguales como iguales. La consecuencia de esta estrategia era la consagración de una forma de desigualdad política, fundada en la superioridad moral o intelectual de unos cuantos, que simplemente conducía a la exclusión o al control de la participación.
Las reacciones de muchos universitarios y miembros del PRD en contra de la ley de autonomía y cultura indígenas, que fue votada en el Congreso, tienen el mismo sabor que muchas de las posturas arriba descritas. La acusación de que los legisladores "traicionaron al pueblo" se funda hasta ahora en el hecho de que la legislación votada es distinta del proyecto de ley de la Cocopa. Primero, habría que discutir si hubo traición, en la medida en que el Congreso en ningún momento se comprometió a votar ese documento sin modificaciones. Segundo, si acaso hubo traición, más que víctima, el pueblo fue el victimario, porque el pueblo, pueblo, lo que se llama el pueblo en el discurso democrático, es la figura que evoca la soberanía popular, y ésa, hélas!, es la que está representada en el Congreso, y no en los Altos de Chiapas, en el corazón de los justos, o en las marchas multitudinarias, como lo sugieren algunos y lo afirman otros de los enemigos de la nueva ley. Tercero, los acusadores del Congreso también suponen que la ley Cocopa tenía apoyo mayoritario de los mexicanos. Si así fuera, entonces casi 80 por ciento de los electores adolecemos de grave esquizofrenia porque en los comicios del 2000 votamos por partidos que habían rechazado la dicha ley. Más aún, desde un punto de vista de la ortodoxia democrática podríamos decir que quienes traicionaron al pueblo fueron los que impulsaron la ley Cocopa, a pesar del voto en contra de los electores.
La ley votada se ha convertido en una excusa para atacar al Congreso, cuya fuerza y autoridad siguen siendo la clave del paso de las inercias autoritarias del pasado a un sistema político democrático. No es sorprendente que un partido se ostente como representante de las causas populares, como lo hace el PRD, aunque en las urnas haya recibido un porcentaje de votos muy inferior al que representan las clases populares en la sociedad mexicana; tampoco sorprende la reacción del EZLN y de los simpatizantes zapatistas, que nunca han ocultado su desconfianza frente a la democracia liberal. Su reclamo nunca ha sido la igualdad. Lo que demandan es un régimen especial, antiliberal --y potencialmente antidemocrático.
Sin embargo, el argumento más antidemocrático que se ha presentado en defensa del pueblo lo han esgrimido activistas de derechos humanos, obispos y almas buenas que exigen al presidente Fox que vete la ley. Al hacerlo lo único que revelan es su nostalgia por el presidencialismo, por el voto ponderado del individuo o de los individuos que eran mejores o que sabían más que los demás; pero en defensa del pueblo también están minando la única y legítima representación del pueblo. Aunque éste no sea el que ellos quisieran.