JUEVES Ť 10 Ť MAYO Ť 2001
Marcos Roitman Rosenmann
Inhumana humanidad
No perder nunca la capacidad de asombro es lo que confiere a la condición humana su máxima expresión de racionalidad. Y cuando hablo de racionalidad estoy pensando en los criterios de la conciencia y del saber estar. Es decir, cuando al ver la miseria y la ruindad nos enfurecemos. La ira es buena, si está definida como condición de estupor ante las injusticias. Aristóteles no negó los sentimientos, los puso en su justo medio.
Si por el contrario, pierdo la capacidad de asombro, si interiorizo la imposibilidad de luchar por una vida digna para todos es que estoy perdiendo mi condición humana. Estoy dejando de asombrarme por la injusticia, me hago a ella y sobrevivo con ella. Qué le vamos hacer, siempre ha estado allí y nunca se podrá eliminar, es mejor vivir nuestra vida y ser felices durante nuestro paso por el mundo.
Hoy, con demasiada familiaridad nos sacuden acontecimientos cuya realidad habla de los niños de la calle. Aquéllos que en América Latina se ven en las estaciones de autobuses, de trenes, el Metro, en las plazas públicas y en los descampados. Aquéllos que viven un inframundo por no llamarlo submundo. No es la cultura de la pobreza. No hablamos de los hijos de Sánchez, retratados por Oscar Lewis. Hablamos de niños cuyos sueños rotos son parte del moderno mundo liberal que nos absorbe.
Aquí recuerdo la carta de los niños indígenas al subcomandante Marcos, cuando señalaban que no tenían historia, que no figuraban en los censos de población, que no existían para el mundo. Esa carta les dio existencia. Ya existen y podrán contemplar un futuro distinto. Pero los niños de la calle no han tenido esa suerte. No tienen defensores más allá de organizaciones humanitarias o gente de buena voluntad que se apiada de ellos.
Escribir cartas tampoco ha sido su dinámica. Sus casos aparecen en la prensa cuando son asesinados y quemados vivos. Cuando sufren las violaciones de sus tutores, cuando se enfrentan en pandillas por territorios donde dormir y donde poder infrahumanamente sobrevivir al caos de las grandes ciudades, su refugio.
Pierden su lozanía y se vuelven maduros. Maduran en la calle, en la vida misma. Aquella vida que nuestros padres nos ocultan por evitar despertarnos a la realidad inhumana. Nos dejan vivir, somos niños de casa, de juegos, de escuela y de formación. No compartimos nada con los niños de la calle. Ni siquiera la infancia como edad.
Sólo la capacidad humana de asombro, de ira, de rabia contenida, no de paciencia y calma, es la que nos puede hacer vivir esa experiencia mentalmente y acercarnos vitalmente a su historia. Tomar conciencia para transformar esta canalla donde unos y otros se aprovechan porque los niños de la calle son rentables y pueden ser útiles como prostitutas, como ladrones, como esclavos o simplemente como objetos de usar y tirar. Incluso para ser expuestos como el mal camino. La pesadilla que nadie desea vivir. Y aquí lloramos y nos damos cuenta de las grandes mentiras y falsedades contadas. Gracias a ellas podemos seguir adelante.
ƑCómo romper esta hipocresía compartida? ƑDónde adquirir valentía? ƑSerá acaso como el león del cuento de El mago de Oz? Tal vez actuar valientemente es no dejar de asombrarse, denunciar, denunciar y volver a denunciar. No puede haber tregua. No se puede esperar.
Las infancias perdidas y los tiempos de dolor acompañan a estos sobrevivientes del mundo globalizado y neoliberal. No cabe duda, nos sentimos agredidos cuando se nos acercan y nos miran. Pensamos inmediatamente, šcuidado!, no podemos esperar nada bueno de ellos. Se drogan, inhalan productos químicos y tienen relaciones sexuales. Alejarse es la mejor solución. Y si nos acercamos que sea en grupo para increparlos, denunciarlos o pedir que los encarcelen.
Su vida debe salir de nuestro horizonte. Sólo se puede ser condescendiente con la miseria y la desesperación. La culpa es de otros, nunca nuestra. Mejor dicho, no somos responsables. Ellos se han creado este mundo de vida en cloacas. Los consideramos criminales en potencia, ladrones, violadores y, desde luego, nunca niños, cuyos sueños eran similares cuando no idénticos a los míos o a los suyos.
Tampoco la piedad es un buen aliado para el cambio. Tal vez enunciar el problema. Verlo en su crudeza y asumir nuestra responsabilidad en nuestro pequeño mundo privilegiado sea el camino. Qué prioridades pueden haber cuando la vida no se puede vivir con dignidad. Qué opciones políticas pueden decirse democráticas cuando son cómplices de la muerte y se promueve la esclavitud infantil.
Hasta no hace mucho, el problema era académico para unos y de solidaridad para otros. Ahora el problema debe transformarse en responsabilidad política cotidiana. Y en esto quiero ser honesto. Estas reflexiones fueron motivadas a la luz de la lectura del libro Los niños de las coladeras, de la periodista de La Jornada Karina Avilés. Texto escrito con pasión y asombro, única manera de decir verdad. Gracias por reavivar en mi conciencia y recordarme que fui un niño privilegiado. Y quiero seguir siendo niño, no perder la esperanza y la capacidad de asombrarme ante la injusticia y la miseria humana. Miseria humana que tanto abunda en nuestros dirigentes y elites políticas.
Los niños de la calle viven la miseria, pero tienen ese corazón de niño y esa imaginación desbordante que los hace ver el mundo con optimismo. šQué ironía! Ellos sí creen ser capaces de romper su destino impuesto por el neoliberalismo. Sólo nosotros nos hacemos social-conformistas. Contra ese social-conformismo lucha el libro de Avilés, por ello, es de lectura obligada.