JUEVES Ť 10 Ť MAYO Ť 2001
Margo Glantz

Naturaleza muerta con Jackie Kennedy

En Nueva York siempre hay cosas qué hacer, obviamente. Es viernes en la tarde y el Metropolitan está repleto de personas, parecen hormigas ?parecemos?, hormigas con una nota de color, el distintivo verde botella que comprueba nuestra módica contribución voluntaria para entrar al museo. Varias exposiciones, en especial una retrospectiva de ''Vermeer y la escuela de Delft", la más solicitada antes de inaugurarse el viernes 4 de mayo la dedicada nada menos que a Jackie Kennedy ?sin Onassis? desde la campaña presidencial de 1960 hasta el periodo en que ocupó la Casa Blanca como Primera Dama, una exposición en la que sus trajes definen una forma y un concepto de política, como lo explica el diario The New York Times:

''La elección de 1960 tuvo un aspecto darwiniano: la supervivencia de los más atractivos. Y puesto que la señora Kennedy sobrepasaba a su esposo en esa jerarquía evolutiva, su contribución a la victoria de los demócratas no debe minimizarse... La puesta en escena de la exposición dramatiza la importancia que para el público de aquella época tuvo el hecho de que sus figuras públicas apareciesen vestidas en tonos negros, blancos y grises, como si se tratara de una página de periódico. Eran encabezados personalizados... Los vestidos color pastel recordaban los colores de las tarjetas postales coloreadas. Los monitores de video subrayan la forma en que la ropa de Jackie contribuyó a aumentar la fuerza que empezaban a revestir los medios, alterando la forma del espacio público y su relación con la vida privada."

La exposición del maestro holandés del06af2.jpg siglo XVII es enciclopédica, coloca al pintor en su contexto, un contexto lujoso, vital, magnífico. Objetos suntuosos, libros, cuadros; en unos se representa el interior de la catedral o de una iglesia, lugares de reunión donde descansan o corren los perros, los niños juegan a las canicas, la gente platica, deambula, o allá a lo lejos se cava una tumba, una simple operación cotidiana.

Enormes o pequeñas naturalezas muertas, gozosas, una o dos exhiben tímidamente los clásicos emblemas de la vanidad, la vida como simple tránsito hacia la muerte, en medio de una exaltada representación de los placeres cotidianos, el vino, el amor, la juventud, la comida, los trajes de seda, la interpretación de un concierto, los bellos muebles, los tapetes orientales que cubren las mesas, al lado de una dama que lee con amorosa atención una carta. Vermeer y 15 de los cuadros de que consta la exposición (quizá 16 si se acepta como suyo uno pequeño que representa a una joven tocando un virginal al lado de un verdadero instrumento primorosamente labrado y pintado).

Vermeer y su delicada luminosidad, esa luminosidad que tanto asombraba a Swann, tal y como fuera descrito por Proust, sabia luminosidad que hace de una pequeña pared pintada de amarillo el epítome del arte, la luz radiante de las sedas de los trajes de las mujeres y la de sus rostros encendidos por el reflejo de un sombrero intensamente rojo o el brillo delicado de un arete confeccionado con una sola perla en forma de almendra. Enmarcando a este pintor del que apenas quedan cuadros, varios espléndidos Peter De Hooch, con sus pisos en damero, sus mujeres coqueteando con soldados o desempeñando labores domésticas; desparramados por las distintas salas, unos cuantos cuadros del extraordinario y tempranamente fallecido Carel Fabrizius, quizá maestro de Vermeer: hay un cuadro pequeñito, milagroso, sobre un fondo muy amarillo está representada un ave.

Trato de entrar a la exposición de Jackie, hay que esperar dos horas haciendo cola, desisto, me dirijo a otras salas, una alberga los grabados de William Blake, la representación de sus visiones, las que al mismo tiempo se revelan en sus poemas. En un lugar remoto del inmenso museo un homenaje a Balthus, el gran pintor francés fallecido en febrero, con sus adolescentes provocativas, y un retrato extraordinario de Matisse, en tonos sobrios, el pintor nos mira, apoyando uno de sus pies sobre una silla, un detonante calcetín rojo, de un tono parecido al del sombrero de la dama de Vermeer, enciende el cuadro.

Salimos del museo, vamos a pasear a Central Park. Es un día casi insoportablemente bello. Varios hombres se congregan en torno de un anteojo de larga vista, pido permiso para ver, en el balcón de enfrente está perchado un halcón. Las coincidencias, los anacronismos: cuando camino hacia el ala donde se exhibe a Balthus, donde se alojan las obras de arte de la Francia medieval, una serie de tapices recién restaurados del siglo XIV muestran en seda y lana a unos cortesanos que celebran a su dama; en la parte superior del tapiz, en las orillas, están representados unos halcones, un solo espacio reúne a la heráldica, el arte de amar y el arte de la cetrería.

Regreso a Princeton. Preparo mi clase sobre Sor Juana. Leemos Primero sueño. Salgo al balcón para descansar un rato, el panorama ha cambiado completamente, los árboles antes desnudos del invierno han florecido y algunos sólo tienen hojas de un verde delgadito, transparente; en el balcón de al lado, increíble, pero cierto, un águila está perchada, la miro al natural, ella también me mira, con sus ojos intensos, me emociono, acabo de leer uno de los pasajes del poema de la monja, ''el veloz vuelo del aguila/, que puntas hace al cielo".

Mi águila, la que está perchada en el balcón de al lado, emprende su propio vuelo, y poco a poco empieza a desaparecer en el horizonte. Vanidad de vanidades, todo es vanidad.