DOMINGO Ť 13 Ť MAYO Ť 2001
Alberto Dallal
La experiencia de Baras
Los que sabíamos de la experiencia Baras como un juego de intensidades nos descubrimos de pronto ante la nitidez, la finura y un marco escénico sagazmente resguardado.
De p a pa, de la a a la z, en Juana la Loca se ha cuidado el más mínimo detalle. Nada de ese estupendo desaliño, libre de reflectores, micrófonos, gasas y sutilezas que conllevan paralelamente el flamenco y la locura.
Aquí, en Juana..., la música -que va penetrando poco a poco, narrando, mejorando paulatinamente hasta llegar al virtuosismo de Taila Marín- resulta el verdadero eje o esqueleto del espectáculo. La música y una dirección escénica erudita e impecable de Luis Olmos, quien ha hecho actuar al más mínimo quiebre de muñeca, el más aguzado levantamiento de los brazos, el gesto más concentrado, las miradas significativas, la más extensa mímica -eso es siempre Juana...- amorosa de la reina, de un Felipe más bien deportivo y de los demás ejecutantes.
Nada de las intensidades de cualquier tablado o de ese flamenco llevado a los escenarios por los eruditos del género. Tras un arranque sofisticado y medido, aquí, como en el ballet, sobrevienen "momentos", secuencias, proezas del cuerpo ofrecidas como pinceladas que flotan en agua o en colores, equilibrio perfecto.
El escenario es universo de formas visuales, sonidos y, de pronto, hay flotantes, más que airosas evoluciones. Los bailes de conjunto, llenos de esa vibrante exactitud del zapateado, del quiebre de espalda y de cadera, resultan siempre convergentes, en dirección de esa bellísima diva, conformada en 29 años de vida flamenca.
Muy pocos momentos, casi nunca, la seca exposición del cuerpo que va haciendo su propia música en el danzar, protestar contra la vida o exaltarla por medio de cortas secuencias de talla, de corte o tajo, que aguza el entendimiento y las sensaciones de todo espectador de flamenco original.
En efecto, todos permanecíamos a la expectativa de aquellas exclamaciones inapreciables que nos brotan ante el bailaor o la bailaora. En Juana... nos expusimos a la sencilla narración que facilita el ir de lo literal a lo simbólico, la incorporación de objetos escénicos, que va de la leyenda a la contenida exposición de una trama que, sabemos, desemboca sólo en actuación cuando desearíamos una experiencia distinta, directamente dancística.
Hasta el final, llena de aplausos, se produce una prolongación del espectáculo: la compañía agradece al público y se desnuda. Expone al fin la directa sabiduría -eso es siempre el flamenco- de José Serrano, Natalia Acosta, Fernández, Flores y otros personajes de segundos papeles más filosos, menos mímicos, un singular desbordamiento que el público reconoce y agradece. Se trata de ese desnudarse de alma y cuerpo hecho cuchillos que estuvimos esperando todo el tiempo y que sólo nos lo entregan antes de la separación definitiva.
Reconocemos a esa Sara Baras que, como parte del espectáculo, nos presenta a Concha, su hacedora; nítidas composiciones, asépticos desplazamientos frente a la orquesta y salidas como en pasarela. Así, para no perder esencia, culmina el espectáculo con una muestra del ser original, cuchillo, estrujamiento de entraña, en el que público y bailaores se hallan ante el incontinente chorro de temperamentos. En Juana la Loca, el flamenco se ha convertido en expresión globalizada y ecuménica, de ser esto posible. Este ha sido un espectáculo impecable y grato.