DOMINGO Ť 13 Ť MAYO Ť 2001
MAR DE HISTORIAS
Objetos extraviados
Ť Cristina Pacheco Ť
La escena se vuelve peliculesca con la llegada de una cuarta patrulla. De las portezuelas traseras descienden dos uniformados con las armas en alto. Un oficial ordena a la multitud que se repliegue. Los curiosos no retroceden, murmuran mientras observan a los dos jóvenes que acaban de ser sometidos por los policías.
El rumor se intensifica cuando aparece, entre dos guardias, una muchacha de cabello apelmazado y ojos turbios que sonríe y murmura adormilada: "ƑQué onda? ƑYo qué hice?" Cuando ve que sus custodios la conducen a una patrulla, su cabello y sus ropas forman un torbellino oscuro: "Pocholo, Kevin: no dejen que me lleve". Los prisioneros levantan la cabeza. El guardia que los vigila les ordena que se mantengan quietos y en silencio. Aun así El Kevin -un muchacho con los brazos tatuados- grita: "Chántalas, Mona, y acuérdate de que nosotros no hemos hecho nada".
Las palabras de su amigo fortalecen a La Mona, que logra zafarse de sus custodios. Un forcejeo confuso provoca la risa de los curiosos a los que se suma don Ernesto. Con la autoridad que le confiere su traje gris, barato, se abre paso hasta la primera fila de observadores, entre ellos una mujer que le comenta con familiaridad: "ƑPara qué se los llevan, si mañana van a soltarlos?"
Don Ernesto asiente, dándole la razón, y después le pregunta qué hicieron los detenidos. La mujer explota: "šPues robar!" No saben otra. Es una lástima que esos jóvenes delincuentes estén echando a perder su vida y de paso la nuestra". Un hombre delgadísimo que se encuentra a espaldas de don Ernesto aporta su comentario: "Y es lo mismo en todas partes. Van dos veces que me roban mis lentes en el Metro". Don Ernesto se estremece: "ƑNo los habrá perdido?" El hombre sonríe despectivo: "Y si así fuera, Ƒusté cree que alguien iba a devolvérmelos? Además, Ƒcómo? Somos un chingo de gente". La mujer agrega: "Para mí que se los robaron, y no para usarlos, sino para venderlos en el baratillo".
Don Ernesto no cede: "Señor, le aconsejo que lo reporte a mi Departamento y si los extravió le aseguro..." Introduce la mano en el bolsillo pero el movimiento de patrullas y el rugido de las sirenas distrae a su interlocutor. En cuanto termina el operativo los curiosos empiezan a dispersarse. El hombre flaco protesta: "šQué madres: ni siquiera hubo balazos!" Gira y sin dar tiempo a que don Ernesto le entregue su tarjeta, desaparece.
En medio de su desconsuelo, don Ernesto oye otra vez a la desconocida: "Son tiempos muy feos. Si seguimos así, llegará el día que no haya en el mundo ni un hombre honrado". Satisfecha con su conclusión, toma los bultos que protege entre sus pies y se va Con voz sonambulesca don Ernesto repite: "Ni un hombre honrado".
II
Al pasar frente a un café de chinos don Ernesto siente deseos de entrar. Necesita tiempo para recobrarse antes de volver a casa. Allí lo espera su esposa. A causa de la diabetes doña Lucinda ha perdido casi la totalidad de la vista; sin embargo, no se le escapa la expresión, cada vez más angustiada, con que él vuelve de su trabajo. Cuando su mujer lo interroga él miente: "No te preocupes. Sólo estoy cansado. Tuve que registrar más de veinte prendas y sólo cuatro tienen alguna identificación. Me pasé la tarde consultando el directorio telefónico y haciendo llamadas".
Don Ernesto sabe que hoy no tendrá fuerzas para ocultarle a su mujer una realidad atroz por amenazante, comprendida en la sentencia de la desconocida -"llegará el día en que no haya en el mundo ni un hombre honrado"- y entra en el café. No hay parroquianos. El oriental que está junto a la caja abandona la lectura del periódico y observa al recién llegado hasta que lo ve elegir un gabinete con bancas corridas y pintado de verde, como los demás. Una mesera se acerca arrastrando los pies y le sonríe antes de entregarle el menú. Don Ernesto lo rechaza con amabilidad: "No se moleste, ya sé lo que voy a tomar: café con leche y bísquets".
Don Ernesto se acomoda y se vuelve para inspeccionar el local. En la pared de enfrente descubre un paisaje de garzas y flores de cereza. Le recuerdan las cajas de chocolates que solía regalarle a Lucinda antes de casarse. Enseguida se percata de que lleva años sin obsequiarle algo a su mujer. Se repliega hacia el respaldo de la banca cuando reaparece la mesera. Deja que vierta la leche y le murmura: "Aparte, me pone dos bísquets". La empleada le responde con brusquedad: "Ya me lo había dicho, ya se los voy a traer". Don Ernesto sonríe avergonzado: "Quiero decir, para llevar". La mesera levanta los hombros y se aleja.
Un sentimiento infantil embarga a don Ernesto cuando vierte el azúcar en la cuchara de mango larguísimo y la hunde en el café con leche. El tintineo que se produce lo reconforta, pero no borra el malestar que le dejó la conversación que sostuvo con su jefe. De la charla sólo recuerda los argumentos finales: "Don Ernesto, cuando inauguramos la oficina esta terminal era muy pequeña, el mundo era distinto al de ahora. La mejor prueba es que recibimos cada vez menos objetos extraviados. ƑPor qué será?" Don Ernesto no se atrevió a engañarse y su jefe siguió acorralándolo: "Pues porque cada día están más miserables y tienen menos esperanzas. Si yo fuera un infeliz y me encontrara una cartera, Ƒla devolvería? šNo!" Don Ernesto se atrevió a replicarle: "Pues yo sí..."
Su jefe terminó mostrándose complaciente: "No lo dudo porque usted es muy buena persona, pero Ƒcuántas más habrá así en el mundo?" Don Ernesto agradeció el halago. Su satisfacción se convirtió en temor cuando oyó la frase final: "Opino que mantener esta oficina de Objetos Extraviados es inútil. Pero vamos a ver y usted no se preocupe: hace tiempo que tiene derecho a la jubilación".
Cuando se quedó solo, don Ernesto regresó a su escritorio y se concentró en el bolígrafo que una empleada de limpieza había descubierto en el baño de damas. Con una cinta adhesiva embalsamó el objeto y lo metió en un sobre previamente rotulado: "A las 13:46 lo depositó en esta Oficina la trabajadora Arcelia Tiburcio". Levantó las cejas y miró largamente la única prueba de que su jefe estaba en un error.
III
La empleada pone sobre la mesa el envoltorio de estraza con dos bísquets y se aleja, como si le diera horror quedarse junto al viejo. Don Ernesto se palpa los bolsillos en busca de cambio para la propina. Una moneda de cinco pesos se le escapa y cae al suelo. Se inclina para recuperarla y descubre, bajo la banca de enfrente, una cartera oscura. Aturdido vuelve a su posición original. Siente alivio cuando ve que las empleadas conversan y el cajero sigue leyendo el periódico.
Mira el reloj, toma la bolsa con el pan y la deja caer. Se agacha a recogerla. Al mismo tiempo atrapa la cartera y la oculta en la manga con habilidad de prestidigitador. Ve que la mesera se acerca para retirar el servicio y lo asalta una duda, pero se concreta a decirle: "Gracias. Allí le dejé su propina". Antes de salir mira el paisaje de garzas y cerezas.
Camina despacio, contento de tener la cartera en el bolsillo. En la esquina tropieza con una pareja y alcanza a escuchar lo que dice el hombre: "La traía, si no, Ƒcon qué hubiera pagado?" La mujer responde algo confuso. Sin fijarse en la banderilla, don Ernesto aborda un microbús atestado.
Viaja con la mano metida en el bolsillo. Finge mirar la calle mientras redacta mentalmente la clasificación que escribirá a primera hora: "Billetera depositada a las 9:05 por Fulano de Tal. Contenido..." Es lo de menos. Lo que le importa es imaginar la expresión de su jefe cuando se entere. Entonces ya no podrá amenazarlo con cerrar la Oficina de Objetos Extraviados.
Don Ernesto sonríe y decide que la próxima quincena sorprenderá a su mujer con un regalo, algo que la haga sentir que todo marcha bien y que él la quiere como cuando eran novios y le regalaba cajas de cerezas con chocolate. Lo asalta el recuerdo del café decorado con el paisaje de garzas. Por allí se desliza, como una serpiente, la sentencia pronunciada por la desconocida: "Son tiempos muy feos. Si seguimos así, llegará el día en que no quede un hombre honrado en el mundo".