lunes Ť 14 Ť mayo Ť 2001

Carlos Fazio

Los salvadores de la patria

Manuel Bartlett y Diego Fernández de Cevallos se han erigido en los cabecillas de la contrarreforma indígena. En el discurso, ambos se presentan como excelsos republicanos, paladines de la democracia. Reivindican haber "salvado" la unidad nacional, en riesgo de ser rota por los "separatistas" del EZLN. Evitaron así que el país se balcanizara.

Falso. Bartlett y Fernández no son demócratas ni republicanos. Y México hace tiempo que está dividido. Ambos defienden intereses facciosos, de tipo corporativo. Reproductores de la cultura autoritaria y mafiosa del viejo régimen, actuaron en la coyuntura como abogados de los latifundistas y las trasnacionales. Hermanos siameses, siguen exhibiendo una actitud servil --fundamento del autoritarismo-- respecto de la oligarquía cipaya y sus socios del imperio.

No puede haber una República basada en la mentira. Tampoco puede existir una República con un Poder Legislativo de espalda a la ciudadanía.

La transición iniciada el 2 de julio puede significar el tránsito hacia formas pacíficas y democráticas de convivencia. Pero también una involución hacia un renovado autoritarismo de corte represivo. Con la contrarreforma indígena quedó claro que el Congreso y los partidos políticos actuales siguen respondiendo a los intereses del viejo régimen corporativo, clientelar y corrupto. No representan el sentido del cambio expresado en el voto de la población. Se trata de unos parlamentarios y políticos al servicio de la concentración del poder, el capital y la propiedad. En realidad, los "intermediarios" del pueblo actúan como una hermandad, cuya misión es garantizar el control social (sobre indios "piojosos", rebeldes y disidentes) en beneficio de sus amos: los oligarcas y tránsfugas del Fobaproa, que hoy se frotan las manos con la puesta en marcha del Plan Puebla-Panamá, que separará y balcanizará más los territorios y el tejido social indígenas, a fin de mejor disponer de las áreas estratégicas (tierras y recursos naturales) que, como parte del hábitat de las comunidades, escapan hoy al saqueo de los poderosos. Ellos, los oligarcas, son los "terceros no indígenas", cuyos "derechos" salvaguardarán la nueva ley, ante el riesgo de ser "violados" por la libre determinación y autonomía de la indiada insumisa. Con su lenguaje orwelliano, los modernos encomenderos usan argumentos de carácter republicano --"la nación mexicana es única e indivisible"-- para mantener el país como un gueto.

Son políticos y legisladores que manipulan a su antojo el cascarón de una democracia hueca, y que proclaman intenciones altruistas --propias de cada padre de la patria que se precie--, pero que en la realidad operan con espíritu de cofradía y toman decisiones estratégicas en círculos privados, sin ningún sentido de lo público y con un olímpico --šy heráldico, don Diego!-- desprecio por el ciudadano de a pie. Atrincherados en las cimas de los viejos partidos, han dado forma a redes facciosas integradas por clanes y camarillas obedientes y leales. En la punta de la pirámide operan cúpulas colusivas, donde el mercado "libre" y el oportunismo se dan la mano y coinciden por medio de transversalidades oligopólicas entre bandas cleptocráticas y empresas. Las modernas hermandades que emprenden grandes "proyectos" nacionales (como el Plan Puebla-Panamá), que se ocultan tras una fachada republicana que busca mitigar sus mecanismos ideológicos dictatoriales (la "dictadura de la empresa" en el sentido de Chomsky, el pensamiento único neoliberal) a través de la propaganda y sus cohortes de intelectuales disciplinados (los sumos sacerdotes "políticamente correctos" con su discurso "respetable"); los modernos lavadores de imagen.

Una mafia parlamentaria, acendradamente clasista y racista (los unifica su odio a la chusma), basada en la protección y la ayuda mutua (espíritu de cuerpo) y estructurada de manera vertical, jerarquizada. Con caciques, caudillos y padrinos (el "republicano" Bartlett, el jefe Diego) por un lado; principales, compadres y secuaces (la banda de los Talamantes, neofoxistas útiles y contrarreformistas confesos), por otro.

Hay un divorcio entre la "clase política" y la sociedad de los hombres libres, críticos, creativos, autónomos, partidarios del cambio democrático.

No son éstos, el Congreso y los partidos que requiere una genuina democracia representativa y participativa. Sigue predominando la vieja política de la simulación, con un renovado discurso excluyente que apenas puede disimular el espíritu de apartheid social que emana de sus amos. El Legislativo del "México del cambio" está integrado por rehenes de cúpulas partidarias caciquiles y autoritarias, que imponen la cultura de la línea en función de los intereses del gran capital financiero, la oligarquía y latifundistas locales y el crimen organizado. En muchos casos, asalariados que responden a los intereses de un poderoso Estado mafioso que opera como un bastión de resistencia al cambio democrático.

Ante tal situación, es necesario ir creando las bases para nuevas formas de ejercicio de un contrapoder ciudadano, con eje en la ética política y prácticas verdaderamente democráticas. Es necesario un "Ya basta" ciudadano que termine con los cotos de poder de los intermediarios caciquiles del viejo régimen. Se trata de impulsar nuevas formas de participación y reivindicaciones autonómicas para esta etapa, capaces de ir desarrollando las nuevas instituciones que requiere una transición real a la democracia. Un poder dual que se confronte con los cascarones vacíos del viejo régimen, hasta demolerlo y construir lo nuevo: la democracia.