MARTES Ť 15 Ť MAYO Ť 2001

Ť Ugo Pipitone

ƑEstán locos los italianos?

Probablemente, no. Por lo menos no más de lo que lo estuvieron a lo largo de siglos, mientras inventaban el capitalismo, el Renacimiento, el fascismo y Benigni. Pero digamos que siglos de historia no vacunan a nadie contra media hora de locura. Y en una de las elecciones peor organizadas de la historia reciente de Italia, acaban de decidir entre dos opciones. Una era encarcelar a un magnate televisivo, cuyas fortunas siguen siendo un misterio para el mundo; la otra era convertirlo en primer ministro. Los italianos decidieron que la opción correcta era la segunda.

ƑDe qué clase de desconcierto puede surgir una opción de este tipo? La historia es larga y, en muchos aspectos, oscura. Y en el momento en que se trataba de diseñar la arquitectura de la segunda república, los italianos escogen para guiarlos a un empresario cuyas fortunas se construyeron en las redes de la corrupción política de la primera. Claro que si la historia fuera un teorema no tendríamos el problema de hacer las cuentas con manifiestas vocaciones a la irracionalidad. La racionalidad como eterno acompañante de la condición humana sólo está en la cabeza de algunos científicos sociales contemporáneos. En realidad, los pueblos somos nuestros propios dioses, incomprensibles a menudo y, en ocasiones, caprichosos.

El encanto que Berlusconi ejerce sobre gran parte de la población italiana, en el fondo, no tiene nada de misterioso. Es la admiración hacia alguien que hizo lo que todo mundo quisiera haber hecho: quitarse de encima las ataduras del Estado y convertirlo en fuente de una descomunal fortuna privada. Una especie de John Wayne con el añadido del descaro. El síndrome del aventurero, el hombre que usa cínicamente a la sociedad para sus fines privados. Bodegueros, burócratas y maestros (además de empresarios para los cuales los impuestos son la versión laica de Satanás) subliman la grisura de la vida cotidiana en la admiración al héroe empresarial. Versión burguesa del duque Valentino de Maquiavelo.

Y sin embargo, los ejércitos en campo mantienen sus posiciones: no hubo en esas elecciones un gigantesco desplazamiento de votos de la izquierda a la derecha. Las novedades vinieron de la coherencia política de los dos bloques. De un lado, Berlusconi pudo agregar a su cartel electoral a la Liga Norte de Bossi; del otro, Rifondazione Comunista se rehusó a juntar sus fuerzas al centro-izquierda. Moraleja: si hoy los italianos amanecen con la promesa-amenaza de un gobierno de Berlusconi se lo deben a la lucidez de Bossi (con el sic inevitable debido al personaje) y al fervor ideológico de Bertinotti, secretario general de Rifondazione Comunista.

En lo que concierne a este partido la paradoja es obvia: aquéllos que anuncian un futuro de bienestar y democracia (en envoltura comunista), con la afirmación (Ƒneurótica?) de la propia individualidad, condenan al país a repetir lo peor de su pasado. Es el renacimiento de un antiguo espíritu faccioso, en que sectarismo y utopismo laico configuran una incapacidad ideológica de vivir el presente. Una historia que viene de los comunes italianos de la baja Edad Media. Una historia de iluminados místicos (Savonarola y ahora Bertinotti) y de magnates populistas (los Medici y ahora Berlusconi). Y no recordaremos aquí lo que dice Marx acerca de la historia que se repite dos veces. Hay una preciosa canción napolitana que se titula Un cuarto 'e luna: el enamorado desilusionado reconoce que corre detrás de una mentira. Los comunistas italianos todavía no alcanzan ese nivel de perspicacia.

En el programa de Berlusconi hay reformas que Italia requiere urgentemente: sobre todo en la administración pública. Pero el país corre el riesgo de que el futuro gobierno intente reformar el sistema judiciario en un sentido favorable a los intereses de un magnate que tiene muchas cuentas que rendir a la justicia. No obstante todo, tal vez no haya que preocuparse en exceso. La sociedad italiana todavía existe y el autoflagelación tiene sus límites