viernes Ť 18 Ť mayo Ť 2001

Horacio Labastida

Barriga llena, corazón contento

Las cosas sucedieron hace muchos años. Yo atendía mis cátedras en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, y en ese entonces dediqué especial atención a la época del rey inglés Guillermo III, a los Dos tratados del gobierno (1690) y a las Cartas sobre tolerancia (1689, 1690, 1692), de John Locke (1632-1704), obras cargadas del humanismo que había comenzado a crecer hacia finales de la Edad Media, en el septentrión italiano. Desde entonces y durante más de tres siglos se han perfeccionado las condiciones que fortalecen el derecho del hombre a ser persona y no cosa, a través del ejercicio de dos facultades sine qua non: la que garantiza equidad social en el disfrute de los bienes materiales, y la que abre las puertas al goce de los valores del espíritu que nos permitirán conquistar, para todos, una convivencia justa, alegre y fuertemente progresista. En las reflexiones de Locke hay una sugerencia terminante. La miseria como suma de pobreza e ignorancia, parece decir el filósofo, no es huerto donde florezca la humanidad y sí la deshumanización implícita en el despotismo.

Pero regresemos a los días de mis recuerdos. Con alguna sorpresa recibí invitación a un desayuno en Los Pinos. En aquella mañana un cielo azul cubría nuestro bosque de Chapultepec, y el salón estaba dispuesto para unas 25 personas. Entre abundancias de frutas y dulces sobre elegante mesa, los concurrentes elegían platillos de su gusto; corrían chistes y anécdotas divertidas, y luego de algún tiempo el Presidente explicó que se trataba de una reunión de amigos y no de simples convidados, e inmediatamente pidió que se le acompañara al salón Venustiano Carranza, donde dirigiría un mensaje a la nación.

Ufanos con las exquisitas viandas nos vimos bien acomodados al lado de cámaras de televisión y micrófonos de la radio. Pocos minutos pasaron cuando apareció un Presidente discretamente vestido de gris oscuro ante rápidos y aparatosos movimientos de periodistas y ayudantes. Los reflectores resaltaron la figura presidencial y el silencio se hizo profundo.

El Presidente habló de esta manera: Ciudadanos, hoy, no es día feliz para mí porque las circunstancias adversas me obligan a pedir a ustedes más sacrificios en bien de la patria. Es necesario que nos apretemos el cinturón y garanticemos así el bienestar de nuestros hijos y de las generaciones futuras. No olvidemos, ciudadanos, que las penalidades que hoy nos abruman, al superarlas con abnegación contribuirán al amanecer de una nueva grandeza mexicana.

La solemnidad terminó con nutridos aplausos y hartas muestras de entusiasmo. Muy pocos sentimos en esos instantes el gran dolor que hería a las clases trabajadoras y medias, afectadas desde tiempo atrás por agudas rebajas en sus escasos ingresos, pérdidas de empleos y la conversión de esperanzas en desesperanzas. Mas en las caras de los acompañantes del Presidente dibujábanse las sonrisas que generaban sin duda los suculentos platillos poco antes consumidos en el comedor.

Como en nuestros días se nos pide recibir con optimismo la caída de nuestra economía y la dependencia que nos sujeta a los azares del capitalismo multinacional que anima el alma del Tío Sam, y se nos solicita celebrar las pobrezas con fiestas e himnos de alabanza, se me vino a la memoria aquel lejano desayuno y la siempre acertada filosofía popular: barriga llena, corazón contento.

Con hermoso acento poético, Alberto Caeiro, heterónimo del eminente Fernando Pessoa, escribía que sólo estando enfermo debo pensar lo opuesto de lo que pienso cuando estoy sano... Debo sentir lo opuesto a lo que siento..., debo mentirle a mi naturaleza.

Ahora bien, Ƒacaso los satisfechos y alborozados de nuestros días piensan que los demás somos enfermos?