LUNES Ť 21 Ť MAYO Ť 2001
ANALISIS

El Santos al cielo
 
Juan Villoro

Como el mapa del genoma humano, la liguilla se compone en lo fundamental de basura genética. A esa prestigiada zona de desecho no llegan los más brillantes sino los más resistentes. Directivos ávidos de ganancias decidieron que la temporada desembocara en un circo romano donde las estrategias pesan menos que la enjundia. Si los exploradores de Viaje al centro de la Tierra tomaban "lecciones de abismo", los protagonistas de la liguilla necesitan un curso intensivo de supresión de angustia. En los días de horca y cuchillo el toque excelso ayuda menos que esa indescifrable condición psicológica que los antiguos llamaban "temperamento", los entrenadores del siglo pasado rebautizaron como "actitud" y los profetas new age denominan "apoyo ultraterreno".

Hace unos días, el máximo anotador en la historia de las liguillas, Alberto García Aspe, rebasó la edad de Cristo y anotó un golazo con el pie derecho, que suele servirle de apoyo: "Es un milagro de la Virgen", comentó el fervoroso veterano. La patrona de México estuvo presente en los vestidores, las espinilleras y los festejos de una grey convencida de que el esfuerzo no basta para levantar trofeos.

Soluciones de fe y coraje

El futbol mexicano está francamente devaluado y busca soluciones repentinas en la fe y el coraje. Tales fueron las marcas de la liguilla. El Pachuca jugó como si representara una parábola de la creación del mundo en Aridoamérica: los Tuzos cavaron a profundidad para llegar al cielo. Con una inteligencia tesonera, Javier Aguirre condujo a un equipo rocoso a la final. Hace tres meses el Pachuca era un desastre del desierto mexicano. La muerte del delantero Pablo Hernán Gómez, la expulsión de cuatro jugadores contra el Puebla, la sanción a Manuel Vidrio por una agresión que contravenía, no sólo el reglamento, sino alguna convención de Ginebra, hicieron pensar que el equipo estaba liquidado. Pero los grandes clubes se alimentan de tragedia. Una de las carencias de la espléndida selección de Holanda es que nada le pesa demasiado. Cuando Kluivert falló dos penales en la Eurocopa 2000, las cámaras enfocaron al príncipe de los Países Bajos: para sorpresa de las naciones dramáticas, aquel hombre sonreía sin pena, tan bien afeitado como los futbolistas de su selección. Las oncenas que no sufren rara vez llegan a la final, y si algo le sobra al Pachuca es la entereza ante el dolor.

sant_pach10Para su desgracia, tuvo enfrente al Pony Ruiz, que descuelga en zig-zag y da vuelta en U sin que nadie lo detenga, y a Jared Borgetti, el mejor cabeceador en la historia del futbol mexicano; por aire es como Bierhoff en la liga italiana: no hay quien lo marque en el país entero.

Pachuca mostró una consistente rotación en medio campo, como un coche que gira por las rampas de un estacionamiento sin encontrar la salida. Tuvo y retuvo la pelota sin armar muchas jugadas. El Vasco Aguirre le sacó el mayor provecho a un cuadro donde sobran flacos y faltan estrellas.

En la lógica de los partidos de vuelta, ningún destino resulta tan temible como Torreón. Nadie aceptaría jugar en una cancha que tuviera un árbol en el centro. El estadio Corona es igual de incómodo. Cuando el sonido local termina de recitar las alineaciones, los jugadores ya están empapados de sudor. El paraíso del Santos tiene 36 grados y ?cosas de la dialéctica? es patrocinado por la misma empresa que apoya el frío averno de los Diablos, en Toluca. El mayor estratega de la final fue el calor.

En los lances de vida o muerte, las explicaciones racionales se quedan en las regaderas. Los doctores del empeine rara vez dictan cátedra en esos partidos donde la calidad puede menos que el clima, el público o el azar.

Conviene recordar que el Pachuca conquistó su primer título con una jugada de testosterona premium. Después de empatar con el favorito Cruz Azul, disputó el primer tiempo extra con gol de oro. Los jugadores corrían con más espíritu que entereza cuando la pelota atravesó el área del Cruz Azul y fue a dar a las partes nobles de un delantero que parecía adiestrado por Bigas Luna y que anotó el gol de los huevos de oro.

El árbitro demasiado justo

Cada partido de liguilla es un ultimatum de 90 minutos. El estadio se derrumba en una lluvia de papel picado, los cohetes truenan como en Día de la Candelaria y abren boquetes en el pasto, ideales para plantar un chayote. En este ámbito, el réferi es un hombre de calzón negro que traga saliva amarga.

De los deportes de conjunto, el futbol tiene el peor sistema jurídico, y esto lo hace más emocionante. El silbato representa un principio del incertidumbre: nadie sabe lo que ve el árbitro; sus errores ramifican la aventura hacia impensados desenlaces. Demostración de la falibilidad humana, el colegiado en tiempos de liguilla es un San Sebastián de la neurosis, un mártir flechado por 80 mil porristas. Dispone de una fracción de segundo para pitar la pena máxima y sabe que oficia en el deporte con mayor número de farsantes. Hay delanteros histriónicos a los que nadie toca y se contorsionan en el aire como si hubieran pisado dinamita. Cuando juegan de locales, un coro griego apoya su actuación. Los árbitros mexicanos, de por sí erráticos, se someten a un psicodrama en la liguilla y pueden regalarle dos penales al Pachuca, como le ocurrió a Ramos Rizo en el partido de ida.

Incapaces de juzgar los lances de modo objetivo, los silbantes suelen analizar la conducta y aun las motivaciones secretas de los futbolistas. A veces pitan por razones morales, para reprimir a alguien del que desconfían.

El escritor argentino Alejandro Dolina ha sabido captar las raras decisiones del árbitro demasiado justo que "jamás iba a a cobrarle un penal a un jugador decente y honrado, ni aunque el hombre tomara la pelota con las dos manos. En cambio, los jugadores pérfidos, holgazanes o alcahuetes eran penados a cada intervención. Creía que su silbato no estaba a servicio del reglamento, sino para hacer cumplir los propósitos nobles del universo". Resulta difícil saber los fines cósmicos que Ramos Rizo ejecutó en Pachuca, lo cierto es que marcó dos penales contra la evidencia y en favor del graderío. Sería innoble acusarlo de parcialidad. Como todo náufrago, actuó en función de sus corazonadas, y se hundió.

El tianguis de esclavos

Los inventores de la liguilla sabían que la pasión se vende mejor en rebanadas. Al término de la campaña regular, los mejores aún deben ponerse hielo en los tobillos, persignarse y salir en muchos anuncios.

Esta edición trajo una novedad publicitaria: en la tele, los comerciales se movieron más que los jugadores. Desde hace años, las camisetas son un pretexto para promover cervezas, bancos o aerolíneas, y la orilla del campo, una zona franca para colocar más espectaculares que en Anillo Periférico. Por si esto fuera poco, los embustes de la computadora permiten que un poste emerja en pleno partido, junto al banderín de córner, para anunciar algo tan decisivo como la sosa cáustica, o que la toma se reduzca al tamaño de una tarjeta postal para que el Osito Bimbo domine la pelota en derredor. La liguilla es un informercial donde el futbol vende otros productos.

En las discusiones sobre el derecho a la información debería incluirse una demanda básica: garantizar que la imagen no se distorsione mientras la pelota esté en juego. Pero no sólo los ojos salen lesionados del partido. Televisa rifa viajes, dinero y esperanzas con una psicótica táctica auditiva. De repente, el locutor de turno dice: "escuchemos el comentario de Miguel". El desprevenido espectador se apresta a oír una noticia de lo que ocurre en la banca, pero Miguel no está para eso: propone llamar a un número y participar en un sorteo; mientras habla, se oye un estruendo de disc-jockey saturado de éxtasis y un teléfono... ¡que nadie contesta! Pocas cosas provocan la angustia de un timbre sin respuesta, sobre todo cuando el balón está en el área chica. La impunidad de los publicistas mexicanos avanza con pulso tan seguro que podemos esperar estafas virtuales aún más abusivas en las próximas liguillas; por ejemplo, que las porterías sean sustituidas por cajetillas de cigarros de las que salga humo triunfal en cada anotación.

Ninguna vileza es ajena al balompié nacional. Con todo, cuando empiezan los partidos la conciencia crítica se diluye y la logística mercantil es relevada por el drama. ¿Cómo no encandilarse con el 5-4 que el Puebla propinó al Santos? La trifulca tuvo volteretas de impecable dramaturgia; por momentos, cada equipo pareció irremisiblemente perdido. Ya sabemos que las lluvias de goles sólo llegan con errores, pero la alta tensión de la liguilla no es para los puristas, sino para quienes gritan con la cara pintada en un estadio o para quienes aparentan serenidad y llevan pintadas las entrañas.

La eliminatoria a visita recíproca limita la calidad y enciende el fuego. Millones de seguidores acreditan que esa región de fiereza es disfrutable. Los ojos no se abren para ver pulcras proezas; en la gran final, todos se caen de repente y los más técnicos cometen fouls de elevada carnicería.

La liguilla sirve de promocional para la posterior venta de esclavos. Cada seis meses, los ídolos se subastan en el draft. Cuando un equipo débil llega a un inesperado tercer puesto, como los Pumas de Hugo Sánchez, sabe lo que vendrá después: una vendimia de talentos. Ante esta situación, el aficionado a un club pobre llega a temer los triunfos y el fan masoquista y fiel de plano reza porque los suyos pierdan para no ser transferidos al América. Sin embargo, los dioses de la hierba rara vez responden a la seducción de las chequeras. El América ha invertido cantidades que suenan a la deuda pública de un país centroamericano y lleva 12 años si alzar un trofeo. Nuestra Señora de la Chiripa y la fibra secreta de los héroes influyen en el juego más que las contrataciones.

En los años noventa, el Necaxa fue saqueado al fin de cada campaña, y siguió ganando. Del mismo modo, una pléyade de entrenadores arropados por Armani fracasó mientras los técnicos mexicanos cosechan títulos (14 de los últimos 16).

Minicampeones

Los torneos pequeños producen triunfadores bonsai. El Santos de Fernando Quirarte se coronó con todos los méritos de un futbol donde la entrega vale más que la técnica. De cualquier forma, no faltaron destellos en la liguilla como el de Cesáreo Victorino cuando terminaba el América-Pachuca.

Cerca del minuto 90, las proezas no son fáciles; es el momento en que Baggio, Platini, Zico y Raúl se preparan para fallar penales. En medio de la tormenta del estadio Azteca, Victorino vio adelantado al portero y le endilgó un gol suave y parabólico. El volante descartado por los médicos del Monterrey como alfeñique, recordó que el futbol no es cosa atlética y que el mejor extremo de la historia fue tocado por la poliomielitis: Garrincha, el Angel de los Pies Torcidos. Rodeado de las insensatas presiones de la liguilla y del diluvio que anegaba la cancha, Victorino sacó un tiro de embrujo. En vez de fusilar sin miramientos, golpeó la pelota con calculado desdén para encajarla en el arco del América. De esa magia transitoria depende que se llenen los estadios.

El Santos alquiló el cielo de verano con los remates de Borgetti. Un resultado justo en una liguilla tensa, donde el anhelo pudo más que la realidad. Ejercicio de imaginación, el futbol también vive de lo que no ocurre, la esperanza de que, alguna vez, el juego se ajuste al compás de nuestro ameritado corazón.