LUNES Ť 21 Ť MAYO Ť 2001
Ť Hermann Bellinghausen
En el ojo del lago
Un trato no muy atractivo que digamos ("Fotógrafo auxiliar con disponibilidad y experiencia en sondeos de mercado"), pero dadas las condiciones del mercado laboral, no eran tiempos de ponerse moños, así que después de pensarlo un rato aceptó el que sería su primer trabajo fijo en siglos.
Fijo, literalmente. Le pagarían por fotografiar todos los días del año, en horas diurnas (de preferencia no menos de ocho), una misma y sola esquina del lago, no lejos del parque de diversiones. En la agencia le dejaron claro que fines de semana, puentes y días feriados eran la "prioridad número uno". Odiaba las redundancias, y esa fue la predilecta del jefe de imagen de la agencia durante el curso al que lo sometieron antes de enviarlo "a campo".
Le había resultado casi doloroso comprobar que sabía más que los instructortes de la agencia; fingió, en lo posible, que aprendía. Apenas se liberó del trámite propedéutico, instaló la cámara de caja en una saliente rocosa, pequeña península dentro del área seleccionada. Por allí pasaba uno de los dos accesos a la taquilla para rentar las lanchas. Pintó con gis, y con el tiempo acrílica, un círculo para cada pata del tripié.
La agencia, privada, realizaba un estudio para la encuesta de alguno de los gobiernos de entonces. Había varios. Nunca llegó a saber para lo qué sirvieron sus fotos de un año entero de un mismo ángulo de la ciudad, casi que cualquiera. En la oficina las cuadriculaban y sacaban cuentas. Detalles que les interesaban, los amplificaban.
Llegó a sentirse miserable por retratar bacterias traspasadas al microscopio, cazador de bichos para los mercadólogos, esos nuevos teólogos. También, qué puntadas de andar aceptando trabajos pendejos. Nunca le permitieron conocer el resultado de sus placas, abrigó sospechas, la empresa empezó a parecerle rara, y se hartó. Renunció al primer plazo del contrato, un año justo, éstos que se creen.
Mientras duró en la agencia, tomaba unas cien fotos diarias, a intervalos más o menos determinados, pero se reservaba el ritmo a sus propias intuiciones y curiosidades. En otro estrato de su conciencia, libre de sueldo, se bebía su inagotable sed de imágenes e historias.
Desde las primeras semanas vio que podía aprovechar la situación. Empezó a robarse las imágenes. Primero una que otra. Ya para marzo se clavaba rollos enteros, tomados a su gusto, personas y circunstancias que no merecían el basurero del espionaje publicitario que las aguardaba. Agarró la expresión mamona "mi trabajo personal" para referirse a esos rollos.
Muchos días no ocurrió nada digno de robo. Hacía remesas exclusivamente para la agencia, y sanseacabó. Pero fueron más los días en que, atrapado por rostros, cuerpos, coreografías, historias insinuadas y reveladas que bastaban para subsanar el tiempo desperdiciado en labores huecas, hizo su agosto de tesoros.
Y perdió el sueño. Presa de creciente excitación, después de entregar el material al jefe de imagen, o a su secretaria, al anochecer se iba derechito a revelar. No marches, qué viaje. Más de una ocasión quedó horrorizado, entretenido, iluminado, perdidamente enamorado (y él ahí, atrapado en la península del deber, sufrió dolorosos frentazos).
Pronto descubrió personajes que se repetían. Que regresaban. No el cuidador de las lanchas, ni el paletero, ni el de chicles y cigarros. Gente. Con o sin patrón de comportamiento (un determinado día de la semana o el mes, un tipo de días; hubo quien prefería días muertos, quien los de asueto). A solas en su cuarto oscuro, rojo de la cara y las manos por el foco, se ponía frenético. Sudaba. No faltaron noches que salió intempestivamente en horas impropias a buscar los sueños de la foto. Y no faltaron noches que, de encontrarlos, lamentara o disfrutara.
Tras su tripié, confundido con el paisaje, omnipresente y furtivo, irrumpió en encuentros de novios, amigos, adúlteros, conspiradores, deportistas, clubes de ajedrecistas y de suicidas. No toda la gente es aburrida. Y casi toda es clandestina o tiene algo que esconder. Alguna, quizá no debió verla nunca. Otra, la hubiera querido ver siempre.
De aquel año perdido en el ojo del lago le quedaron las historias, vivas en el único tiempo que conjugan las fotografías: el presente. Lo que son las cosas. Aquella temporada de sentirse esclavo, achichintle, espía, parásito de agencia, indolente mercenario, simulador, hoy la recuerda como unas de las más productivas de su mal llamada "carrera". Lo que son los años.