La Ley Bartlett-Cevallos
Nueva agresión contra la comunidad indígena
Carlos González García
En México, históricamente la comunidad indígena ha representado un obstáculo para los proyectos de modernización o reforma impulsados por los grupos económicos y políticos en el poder. Los proyectos modernizadores y reformistas han buscado siempre el beneficio económico y social de los menos y la reproducción de las estructuras de dominación existentes, aplastando las formas de organización tradicional de los pueblos indios.
En 1799 uno de los primeros liberales de estas tierras, Manuel Abad y Queipo, Obispo de Valladolid (hoy Morelia), acusaba a la comunidad de ser causante principal de la miseria del indio y en su Representación sobre la inmunidad personal del clero, proponía la "división gratuita de las tierras de comunidades de indios entre los de cada pueblo".
Una tesis central del pensamiento liberal dominante en nuestro país fue, desde entonces, que la comunidad y, sobre todo, la propiedad, posesión y usufructo de las tierras indígenas bajo formas comunales y colectivas eran causantes de la pobreza, frenando la incorporación de los pueblos indígenas a la civilización.
La Constitución de 1824 (en su intento por ciudadanizar al indígena) y la de 1857, inspirada en la famosa Ley Lerdo que prohibía la propiedad amortizada de las comunidades indígenas (corporaciones civiles), no hicieron sino afirmar y dar fuerza a tal tesis.
En 1917, el artículo 27 Constitucional provocó fuertes discusiones entre los defensores de la tesis liberal y quienes, influidos por la lucha agraria, proponían una redacción favorable a la reivindicación campesina y a la defensa comunal. Recordemos que uno de los integrantes de la comisión redactora, el general Pesqueira, era socio principal de la Fama Montañesa, sociedad que se había dedicado al despojo de las tierras y aguas comunales de los pueblos de Tlalpan. El artículo 27 Constitucional finalmente aprobado en Querétaro vino a significar una suerte de mediación entre ambas tendencias: reconoció la propiedad sobre sus tierras, montes y aguas a los núcleos que de hecho o por derecho guardan el estado comunal, "entretanto la ley determina la manera de hacer el repartimiento únicamente de las tierras" (Carranza dixit) y abrió paso a la ejidización de las tierras comunales, generando un proceso etnocida que a través de los años atentó severamente contra la propiedad comunal indígena y su organización tradicional, prácticamente en todas las regiones del país.
La reforma que en 1992 sufrió el artículo 27 constitucional representó el triunfo de la tesis liberal (transfigurada en discurso neoliberal) y abrió la posibilidad legal de la desamortización masiva de la propiedad comunal y ejidal corporativa como mecanismo básico para la apropiación capitalista de millones de hectáreas que históricamente corresponden a los núcleos agrarios, indígenas o no.
Los Acuerdos de San Andrés, suscritos entre el gobierno federal y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en febrero de 1996, expresan, incluso siendo acuerdos negociados, la puntual reivindicación de los pueblos indígenas de México de ser reconocidos por el Estado mexicano como plenos sujetos de derecho y de generar los espacios políticos, sociales y jurídicos que permitan su reconstitución plena. Ante las políticas de gobierno y los procesos económicos que durante siglos han afectado y desintegrado las tierras y territorios de los pueblos indios, los Acuerdos de San Andrés apuestan a la reversión de dicho proceso y, apoyados en un convenio internacional, el 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indios y Tribales en Países Independientes, proponen el reconocimiento constitucional de los territorios indígenas considerados como la totalidad del hábitat en donde los pueblos originarios reproducen su existencia material y espiritual. Como tal los Acuerdos y su traducción jurídica, la llamada "Ley Cocopa", plantean convertir en garantía constitucional el derecho que los pueblos indígenas tienen para acceder en forma colectiva a sus recursos naturales.
Una reforma constitucional que tuviera como base lo pactado entre el gobierno federal y el ezln, representa una modificación sustancial, por lo menos en el plano legal, de ese proceso destructivo de los territorios indígenas y establece derechos colectivos para los pueblos indios sobre la totalidad de los recursos que se encuentran en las tierras y territorios que tradicionalmente ocupan, más allá de las limitaciones que la ley fija hoy en día para la propiedad agraria de ejidos y comunidades.
Lo anterior significa restituir a las comunidades indígenas varios de sus derechos perdidos --la legislación indiana colonial aseguraba a las repúblicas de indios mayores prerrogativas sobre sus territorios que las actuales leyes--, abrir un proceso de reconstitución territorial y asegurar, frente a las tendencias liberales, la propiedad, posesión y usufructo de las tierras y territorios indígenas en forma colectiva y con apego a su naturaleza comunitaria.
La reforma constitucional apenas aprobada por el Congreso de la Unión camina en sentido contrario al espíritu contenido en los Acuerdos de San Andrés. En lo relativo a los territorios de los pueblos indígenas no establece simples candados o deja las cosas como estaban: es profundamente regresiva y atenta contra derechos anteriormente conquistados; choca con el concepto de territorios contenido en el Convenio 169 de la oit y lo sustituye por una palabra ambigua, carente de contenido jurídico e histórico, la palabra lugares. Qué mayor trampa semántica se pudo encontrar para desconocer los derechos territoriales de los pueblos indígenas.
La nueva Ley Indígena se niega a reconocer el derecho que los pueblos indígenas tienen para acceder en forma colectiva a sus recursos naturales y transforma los derechos exclusivos que las comunidades tienen sobre los recursos que se encuentran en sus tierras, en derechos preferentes, acotados por las formas y modalidades de propiedad y tenencia de la tierra establecidas en la Constitución; formas y modalidades que conformadas en contraposición a la propiedad comunal reinventan caprichosamente la comunidad al antojo del poder.
La iniciativa aprobada dispone que en el uso y disfrute de sus recursos naturales las comunidades indígenas se encuentran por debajo de los derechos adquiridos por terceros (casi siempre los despojadores de la propiedad comunal o ejidal), o por individuos de la propia comunidad. Tal reforma afirma el interés individual sobre el interés de la colectividad y formaliza los despojos que históricamente sufren las comunidades y que, con toda seguridad, seguirán sufriendo.
No es error, como dijera el senador Ortega, ni el reconocimiento inicial de los derechos indígenas como cínicamente pregonan Bartlett y Cevallos. La reforma apenas aprobada es la nueva cara de las políticas etnocidas y de integración forzada que el Estado mexicano siempre ha impulsado y que hoy pugnan por la apropiación privada de los recursos naturales ubicados en territorios indígenas.
Sería un error ver esta reforma de manera aislada. En los últimos tiempos hemos vivido una adecuación constante de diversas leyes e instituciones en la misma lógica de escamoteo.
Los programas de certificación ejidal y comunal tienen por objetivo la privatización masiva de la propiedad agraria, según lo han dicho miembros del propio gabinete foxista. El Programa de Certificación en Comunidades favorece, con el aval del Instituto Nacional Indigenista, la titulación de fundos legales que guardan el régimen comunal, y la certificación de parcelas en tierras de uso común. Ahora el Centro Coordinador Empresarial se atreve a proponer que la ley permita el parcelamiento de bosques y selvas.
La iniciativa de nueva Ley de Amparo elaborada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, presentada a los Poderes Ejecutivo y Legislativo el 30 de abril de este año, propone la desaparición del libro segundo de la Ley de Amparo en materia agraria, golpeando el último reducto de derecho social agrario en nuestro país, protector de la propiedad ejidal y comunal, mientras se afianza el proceso de civilización, iniciado con la Ley Agraria de 1992.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (ocde), acredita la existencia de presiones económicas cada vez mayores sobre los territorios de los pueblos indígenas al declarar que el sistema de tenencia de tierra ejidal y comunal en nuestro país "ha devastado" los recursos naturales.
Lo anterior se confirma con la reciente creación de la Comisión Nacional Forestal, integrada por instituciones como la Secretaría de la Defensa Nacional, bajo la premisa de que se tienen registradas cuarenta y tres etnias, compuestas de alrededor de cinco millones de individuos que viven en zonas con recursos forestales; y de que los recursos forestales y su interrelación con el agua, deben ser considerados asuntos de primera importancia en la seguridad nacional.
Nos encontramos frente a una política global de
Estado cuyo objetivo es desregular la propiedad comunal y ejidal indígena
y no indígena; el poder considera indispensable impulsar políticas
que permitan el rompimiento de las identidades colectivas que defienden
integralmente sus territorios y su cultura. Los pueblos indígenas
son el blanco principal y la nueva Ley Indígena es el dardo
guardado bajo la bota foxista.