martes Ť 22 Ť mayo Ť 2001

Luis Hernández Navarro

Posada Santo Domingo

Esperas inútilmente sobre la calle de Bucareli, dos, tres, cuatro, cinco horas a que los funcionarios de la Secretaría de Gobernación reciban a tus delegados. Los automovilistas se han desesperado, pero tú aguantas a que las puertas de la negociación se abran. Así ha sido la historia de tu lucha sindical como maestro, año tras año. Y te preguntas: Ƒno que éste era el gobierno del cambio?

Desde la calle miras en las pantallas de televisión que se exhiben en las tiendas de electrodomésticos populares uno de tantos noticiarios. En la ceremonia oficial del Día del Maestro, sentada en la mesa de honor junto al Presidente de la República y el secretario de Educación Pública, ves a Elba Esther Gordillo, la dirigente vitalicia del sindicato. Ni tú ni tus compañeros la eligieron, pero ella los representa. Con o sin nombramiento, las autoridades gubernamentales la reconocen y negocian con ella. Y te dices en tus adentros: Ƒno que las cosas ora si iban a ser diferentes?

Estás alojado en la Posada Santo Domingo, un campamento construido a plena calle con láminas de cartón y plástico frente a las oficinas de la SEP. Algunos de tus compañeros, suertudos ellos, tienen parientes y amigos por el rumbo de ciudad Nezahualcóyotl, y con ellos pasan la noche. Llegan a la mañana siguiente para incorporarse a las movilizaciones. Pero tú, veterano de otros plantones, prefieres quedarte frente al edificio sindical, mientras te envuelves en las cobijas y te pegas al fogón para espantar el frío de la madrugada. Y te interrogas sobre el porqué los medios casi no registran la hazaña de que miles de maestros se trasladen hasta la capital de la República y levanten y vivan en centenares de precarias viviendas durante semanas.

Escuchas a los funcionarios federales del nuevo gobierno, que dijo que iba a ser distinto del viejo, repetir a coro el mismo estribillo de siempre: la SEP sólo trata demandas laborales con la representación legítima de los educadores; el gobierno federal realizó un gran y último esfuerzo para satisfacer los requerimientos del magisterio; no está entre las facultades de la Secretaría de Gobernación tratar con la disidencia; los maestros deberán trasladarse a sus estados para recibir allí respuesta a sus peticiones. Y piensas que, a lo mejor, los administradores que se van le heredan a los que llegan un librito con las frases que deben repetir ante un conflicto sindical y, obedientes ellos, lo repiten mecánicamente.

Nada parece haber cambiado. Día tras día tomas las calles de la ciudad de México para una nueva protesta, mientras algunos de tus compañeros se desplazan a las escuelas del Valle de México a brigadear o a las embajadas a informar. Repartes miles de volantes y llenas el bote con las cooperaciones económicas de los de a pie. No es poca cosa que en una ciudad en la que un ejército de indigentes solicita dinero en cada esquina exista, todavía, tal disposición a la solidaridad con los maestros. Y sientes un pequeño gran orgullo de esas redes de apoyo mutuo que son invisibles para el poder, pero que sostienen y alimentan tu protesta.

Recuerdas a tus alumnos sin clases, cerca del fin del curso escolar, a la espera de sus calificaciones. A esos niños y niñas, verdaderos bodoquitos de hambre, hijos de familia a punto de la migración por la caída de los precios agrícolas y la falta de empleo, que llegan caminando a la escuela sin probar bocado. Esos chiquillos y chiquillas que de todas maneras dejan de ir a la escuela para trabajar en el campo sembrando y cosechando. Y a los padres de familia que terminan comprendiendo los inconvenientes del paro porque están enterados de cuánto ganan y cómo viven sus maestros. Sabes que si ellos no comprendieran tus razones no habría suspensión de labores que durara. Y te cuestionas si habría otro camino que representara un sacrificio más pequeño para los que menos tienen y tanto esperan de la educación.

Vienes de una lucha que se inició hace 21 años, y con la que no han podido acabar. De un movimiento por la democracia sindical que sobrevive a pesar de todo. Tienes en tu memoria el plantón del año pasado y el del antepasado. La cerrazón de las autoridades y el inicio de las negociaciones. El pataleo de los dirigentes institucionales del sindicato y tu coraje ante la lentitud de las respuestas. Si algo no se olvida, cuando se ejerce, es la dignidad. Y la dignidad no se acaba si no quieres.

No sabes hasta cuándo durará esta huelga de ahora. No te explicas la necedad de los de arriba, que insisten en no ver el problema que tienen, ni su ceguera al insistir en la simulación de que puede resolverse sin tratar con los auténticos representantes de los pobresores. Pero mientras tu conflicto se soluciona, sigues hospedado en la Posada Santo Domingo, que no tiene muchas comodidades, pero es motivo de orgullo.