JUEVES Ť 24 Ť MAYO Ť 2001

Olga Harmony

El melancólico

Es Carlos Corona un joven director excesivo e irreverente que juega con los textos, los ''destripa" y los convierte en espectáculos muy lúdicos, muy divertidos que atraen a un público eminentemente joven. El melancólico de Tirso de Molina, en sus manos, tiene la gran virtud de divertir -he de confesar que me rendí a su ludismo- y de volver gozoso de un texto muy poco conocido de los Siglos de Oro, rescatándolo de viejas solemnidades. Pero, también, entraña el peligro de que la lectura real del texto, con todas sus implicaciones morales cuya vigencia en nuestros tiempos resulta intacta, con su estudio de caracteres, se pierda.

Este es un peligro que veo para un director cuyas escenificaciones me gustan mucho. Entiendo que los jóvenes tienen todo el derecho del mundo a experimentar así sea con fórmulas que los viejos disfrutamos también cuando éramos jóvenes, pero no puede ser en vano que haya corrido tanta agua teatral bajo nuestros puentes escénicos. Me explico. Si las irreverentes exploraciones de los jóvenes iconoclastas de los años cincuenta abrieron muchas perspectivas a nuestro teatro y airearon múltiples solemnidades, en la actualidad ya no tienen tanta razón de ser. La regresión del espectáculo por encima del texto resulta preocupante. En otros momentos, Corona ha encontrado un equilibrio muy justo entre el exceso escénico y lo que narra, pero ahora Tirso se borra aunque el público se divierta con gags en general muy logrados.

Por lo anterior, no se sabe si ese juvenil público celebra y se acerca a la obra -por momentos, como los de los enigmas, es muy cierto que celebra a Tirso- o por los chistes escénicos. En la actualidad, los actores no saben decir el verso y aunque en este montaje se agradece que no lo reciten y se advierte una inteligente comprensión de sus parlamentos, la poesía se echa de menos. No estaría de más que, así como se recurrió a Rudy Tagle para el movimiento escénico, en la escenificación universitaria de un clásico se incorporara a un instructor de verso.

La apuesta a la gracia de los actores y a su capacidad de expresión corporal, sobre todo en los jóvenes, es legítima pero no se equilibra con el tema, los caracteres -se sabe que Tirso es el gran creador de caracteres- y la trama. Que se posmodernice a Tirso es válido y que Rogerio sea convertido en un joven yuppie también, siempre y cuando Luis Artagnan resultara el melancólico del título y el ya no conde, sino yuppie, mostrara su conflicto entre el amor a la humilde Leonisa -de serrana a muchachita del pueblo bajo- y la hipocresía a que se ve obligado, enamorando a la bella Clemencia, al convertirse en heredero. El final atípico y la digna actitud final de Leonisa, muy acentuado en la estricta jerarquización social del siglo XVII pero que puede tener su adecuación en nuestra época, se diluye también y el tema se pierde.

En una escenografía poco lograda de Juliana Faessler, con el alocado vestuario de Adriana Olivera y la música de Mariano Cossa, Carlos Corona no defrauda a quienes lo tenemos por un muy imaginativo director de escena, con un gran instinto para el gag -aunque aquí la lectura de la carta de Filipo que hace Rogerio sea un momento excesivamente alargado- y un muy disfrutable espíritu iconoclasta (aunque los señalamientos que le hago me parecen pertinentes ante el temor de que la iconoclastia devenga banalidad). En lo personal los actores que más me gustaron fueron las tres mujeres, Aydée Boeto, Mariana Giménez y Avelina Correa, y de los actores Diego Jáuregui, Alejandro Calva y Miguel Angel Morales, éste en verdad delicioso en su Filipo.