domingo Ť 27 Ť mayo Ť 2001

Jenaro Villamil Rodríguez

Linchamientos mediáticos

La delgada frontera entre el periodismo de denuncia y el linchamiento mediático se ha convertido ya en un problema ético de primer orden en la comunicación de nuestro país por dos razones fundamentales: la frecuencia con que los propios medios -en particular los electrónicos- se convierten en actores interesados, en jueces y parte de los asuntos informativos; y la perversa confusión que existe entre las convicciones, las causas y los principios que asume un medio -siempre bajo el criterio periodístico- con los intereses particulares, disfrazados de "reportajes", "filtraciones", "denuncias" y "casos de la vida real" que generalmente derivan en un circuito que corrompe la comunicación.

Los linchamientos se han convertido así en uno de los testimonios más preocupantes del abuso de poder mediático. Basta recordar la cobertura de Tv Azteca frente al asesinato del conductor Francisco Stanley -en el cual la televisora asumió permanentemente una posición de juez y parte, de parte acusadora y de víctima-, así como la cobertura de las dos televisoras privadas y de un sinnúmero de estaciones de radio y de revistas de espectáculos sobre el caso Gloria Trevi-Sergio Andrade -anclado en el morbo y el sensacionalismo frente a los ángeles caídos en el sistema de vedetariato televisivo-, para tener una idea de hasta dónde la cultura del escándalo, combinada con la impunidad, derivan en el uso y abuso del poder que un medio tiene en la opinión pública.

Paradójicamente, uno de los juicios más severos en contra del linchamiento televisivo fue realizado por José Gutiérrez Vivó, el conductor radiofónico de Monitor, el 8 de junio de 1999, un día después del crimen de Francisco Stanley:

"Lo que pasó -indicó el creador de la Red vial y de un peculiar estilo de cobertura radiofónica- es que los propietarios de estas dos empresas (Tv Azteca y Televisa) perdieron el control editorial de su compañía, lo perdieron, nunca lo ejercieron. Es más, fueron arrasados dentro del torrente de sus propias compañías, o, por decisión personal de sumarse a eso o simplemente porque no les importa. Y entonces se genera ante la sociedad un fenómeno de comunicación muy grave, porque resulta que se le hace creer a la gente que lo que le pasó al señor Stanley es producto de la delincuencia común y ya vimos que no lo fue" (Monitor, 8 de junio de 1999, 7:45 am).

El problema real es que este mecanismo, común en los programas de televisión sensacionalistas y en los comentaristas radiofónicos que viven de la demagogia, ya se ha trasladado a la prensa escrita. Y hoy cada vez es más común que un medio se asuma como parte en el litigio, altere investigaciones, evite la ponderación o la segunda confirmación de las fuentes informativas, y emprenda campañas unilaterales para desacreditar a un personaje político, a un partido o a un movimiento social, como fue el caso de múltiples medios y comentaristas que asumieron una posición de militante antizapatismo, sin información de por medio ni ejercicio periodístico alguno, para condenar al EZLN durante su marcha hacia la capital del país.

El efecto de los linchamientos mediáticos es múltiple, pero en casi todos los casos lo que se provoca es una saturación en la opinión pública, una desinformación o la desconfianza. En algunos casos se registra el efecto boomerang, como sucedió con el subcomandante Marcos y la marcha zapatista, o un efecto de desacreditación, como le ha ocurrido a los noticieros de Tv Azteca con el caso Stanley y su ostentoso antiperredismo -fenómeno que ha sido reconocido por la propia televisora- o efectos de paranoia social, como ha ocurrido con el sesgo amarillista en los casos de violencia urbana y de delincuencia y, recientemente, con los casos de secuestros. En medio de la demagogia mediática no son pocos los grupos que promueven la pena de muerte o la "mano dura" como fórmulas simplistas para combatir un fenómeno más complejo, como es la inseguridad pública.

El problema ético de los linchamientos mediáticos es que desconocen y pervierten el propio derecho a la información. A nombre de una libertad de expresión sin responsabilidades periodísticas, se desconocen el derecho de réplica que existe prácticamente en todas las legislaciones modernas del mundo sobre el tema, con excepción de México, y el derecho al honor o el respeto a la privacidad de las personas, tan común en los talk shows y en la prensa amarillista. A nombre de la denuncia se personalizan los casos y se adelanta el juicio que le correspondería al Poder Judicial.

En el fondo, el problema es que la información y la comunicación se conciben exclusivamente como mercancías, como valores de uso y no como bienes públicos que no son propiedad de los medios ni mucho menos del poder político o el poder económico. El imperio del marketing ha provocado que las causas sociales se menosprecien en el manejo informativo y se imponga las causas del propio medio en la defensa de sus intereses particulares. Si el escándalo "vende", bienvenido.

Bajo este contexto, no son pocos los casos de corrupción, de extorsión y de fraude que se da en la cobertura informativa o en los programas televisivos que abusan del linchamiento. El columnista Miguel Angel Velázquez documentó en su columna Ciudad Perdida el caso de Juan Campos Ramírez, un ciudadano que levantó una demanda contra Tv Azteca y contra la conductora Rocío Sánchez Azuara por amenazas y por intento de extorsión para que no denunciara la corrupción en el talk show de esta televisora (La Jornada, 24 de mayo de 2001, p. 37).

La "fabricación de escándalos" se ha convertido en una de las industrias paralelas del linchamiento mediático. Para justificar este vicio se acude a un argumento: es la "búsqueda incansable de la verdad". Ya hace más de un siglo, Oscar Wilde afirmó que "la verdad es una cuestión de estilo". El problema es que los linchamientos han entronizado el peor estilo para ocultar una verdad.