DOMINGO Ť 27 Ť MAYO Ť 2001

MAR DE HISTORIAS

Silencio y memoria

Ť Cristina Pacheco Ť

Con acento agudo que ocultaba mal su impaciencia, la madre dio la orden por tercera vez: "No seas grosera, Arcelia, y obedece a mamá: dale las gracias a la señorita". La hija, una niña de cabello corto y ropas desproporcionadas, cruzó las manos sobre su boca, decidida a proteger su derecho al silencio. Aquel gesto de rebeldía infantil me simpatizó, pero también me hizo temer alguna reprimenda para la niña. Decidí evitarla dándole al incidente su verdadera dimensión: "No se preocupe, señora. Ya sabemos cómo son los niños". La mujer me sonrió aliviada y yo me sentí menos incómoda. "ƑEs usted casada?", me preguntó enseguida, como si necesitara una prueba para concederle absoluta validez a mis palabras.

A esas alturas de nuestra brevísima conversación ya nos habíamos convertido en espectáculo para el resto de los viajeros: nos miraban como si fuéramos actrices en medio de un escenario. En ese momento lamenté haber sido amable y haberle devuelto a la niña el cuento que se le había caído a media calle, en su carrera hacia el autobús que estaba a punto de arrancar.

Respondí con una sonrisa vaga, adaptable al "sí" o al "no". Adiviné que había desmoralizado a la mujer por la forma en que me dio la espalda. Ese movimiento me recordó el del comerciante que, harto de miserables ventas a granel y de conversaciones insulsas, baja la cortina de su establecimiento para amputarse la carga de un día más y esconderse en su noche.

El resto de los viajeros perdió el interés en la escena: unos se dispusieron a dormir, otros giraron hacia la ventanilla; una mujer se acurrucó en el hombro de su compañero, un adolescentes volvió a la lectura de una revista ilustrada, una anciana sacó de su morral una naranja y se puso a darle vuelta entre las manos, indecisa de si mondarla o no.

La niña seguía inmóvil, con el cuento en el regazo y las manos cruzadas sobre la boca, como si temiera que su madre recordara sus obligaciones de educadora y volviese a exigirle practicar las reglas de urbanidad que le había enseñado. Me pregunté si serían las mismas que Nicolasa y Refugio Valles me habían obligado a memorizar durante la tediosa clase de urbanidad.

Nos la daban en el comedor, antes de la cena. Doña Nicolasa era la encargada de la teoría, su hermana la responsable de la práctica. "A ver, Quirina: si ahorita saliéramos a la calle y tropezáramos con una persona mayor, Ƒqué deberíamos hacer?" Recordé mi voz infantil, opaca y tímida: "Apartarnos para cederle la acera y saludarlo, según la hora del día".

La evocación me provocó muchos sentimientos: nostalgia por aquella etapa de mi vida, gratitud hacia las señoritas Valles que me habían educado, curiosidad por saber cuál habría sido el destino de mis compañeras. Tuve la certeza de que si alguna vez -cosa improbable- volvíamos a reunirnos seguramente pasaríamos un buen rato burlándonos de la clase de urbanidad. Se me escapó una carcajada.

Al oír mi risa me asusté y enseguida me cubrí la boca con las manos, como seguía haciéndolo la niñita frente a mí. En aquella actitud éramos espejo una de la otra, aunque nuestras imágenes estuvieran proyectadas en diferentes tiempos. La idea me estremeció. Me descubrí la boca y abandoné mis manos en mi regazo: "Con las palmas para arriba, siempre con las palmas para arriba". Era otra de las normas de urbanidad que nos recitaban las señoritas Valles. Volví a reírme. La niña también soltó una risita, pero de inmediato volvió a cubrirse la boca con las manos, como si temiera que fuera a escapársele algo más.

En ese momento despertó su madre. Instintivamente se palpó la botonadura de la blusa y después el bulto que había conservado entre los pies durante todo el camino. "ƑPor dónde vamos?", me preguntó. "No lo sé, pero todavía no pasamos por Sotelo". La expresión de la mujer se suavizó. Me dio gusto porque sentí que había hecho lo correcto y que las señoritas Valles -estuvieran donde estuviesen- estarían orgullosas de mi. Con un movimiento muy brusco la joven madre se volvió a su hija y se puso a ordenarle el cabello. La niña fingió resistirse y su mamá, en el mismo tono, procuró someterla. Comprendí que aquel juego era parte de una rutina, de una vida familiar como la que nunca había tenido.

La madre se alejó en el asiento para revisar el peinado de su hija. Satisfecha, con una voz muy dulce, le dijo: "Ya mero llegamos. Hazme el favor de quitarte las manos de la boca. Con eso, nada te ganas". La niña negó con la cabeza. Como si adivinara que su madre me dijo: "ƑUsté cree? Está así desde que se le cayó su dientito. Le da vergüenza que la vean chimuela. Le digo que no tiene por qué sentirse mal. A todos nos ha sucedido y luego nos vuelven a salir los dientes." "A mi abuelito no", rebatió la niña desde detrás de sus manos cruzadas.

La madre me miró sonriente y luego cabeceó en dirección a las ventanillas, en busca del paisaje que le indicara la proximidad de su destino. La idea de que no volvería a ver a la niñita me causó tristeza. Quise conservar algo suyo y le pregunté: "ƑCómo te llamas?" La niña se descubrió la boca y por el hueco que había dejado su incisivo escurrió su largüísimo nombre: "Blanca Margarita María del Rosario Guadalupe, pero me dicen Chiqui". Luego apretó los labios y esperó verme reaccionar como seguramente lo hacían cuantos escuchaban su nombre.

No hice lo que ella esperaba y quizá temía, sólo le confié mi nombre: "Quirina". Soltó una carcajada. Su madre se lo reprochó: "Niña, no seas grosera..." Repetí: "No se preocupe, ya sabemos cómo son los niños".

El camión se detuvo, pero sólo la joven madre se levantó. Con la hija aferrada a su falda se precipitó a la puerta. Al pasar frente a mí repitió: "Dale las gracias a la señorita". La niña se volvió a mirarme y le dije: "Adiós, Chiqui, que te vaya muy bien y no te preocupes: el dientito volverá a salirte."

Vi a la niña y a su madre, de pie a mitad del andén, viendo en todas direcciones. Al fin la madre agitó su suéter en el aire, la niña sonrió y enseguida volvió a cubrirse la boca con las manos. Pegada a la ventanilla y a sabiendas de que Chiqui ya no me escuchaba, repetí en voz baja: "No te preocupes..." Antes de que terminara mi recomendación estábamos de nuevo en la carretera.

La luz del atardecer daba un aspecto miserable al camión. Mi tristeza se duplicó cuando miré el asiento vacío. Para desterrarla intenté recordar el larguísimo nombre salvajemente comprimido en un alias de seis letras. Cerré los ojos y lo repetí facilidad: "Blanca Margarita..." Me alegré tanto que sentí deseos de pronunciarlo en voz alta, pero en lugar de hacerlo crucé las manos sobre mi boca y apreté los labios. Eso bastó para que comprendiera por qué, al ver a Chiqui, había tenido la impresión de reflejarme en un espejo, pero en dos tiempos distintos:

Iba a cumplir cinco años cuando se me cayó el primer diente. La promesa de que "el ratón" me obsequiaría una moneda para resarcirme de la pérdida no me consoló. Imaginaba que por el hueco en mi dentadura iban a salírseme los pulmones, los intestinos, los nervios y, peor aún, el corazón. Allí, según mi prima Elena, vivirían para siempre mis padres.

No los conocí, pero podía imaginarlos habitándome gracias a que Elena me mostraba con frecuencia el retrato -único y último- en el que aparecían: él con traje y borsalino, ella con vestido de dos piezas y bolsa de charol. Si el corazón se me escapaba por la boca perdería de nuevo a mis padres y la única prueba de que alguna vez mi familia había sido como la de otros niños.