Ť El recuerdo de Miles Davis estuvo presente durante los 210 minutos de concierto
Marcus Miller incendió el inicio del Festival Internacional de Jazz
Ť El bajista confirmó por qué ese género es uno de los más bellos en la música
PABLO ESPINOSA
Lo mejor de la primera de las dos veladas del Festival
Internacional de Jazz que inició anteanoche en el Auditorio Nacional
fue precisamente su principio. Marcus Miller, con una banda de templarios
desaforados en placeres, refrendó la categoría del jazz como
una de las más bellas de las artes.
Un fantasma negro y reluciente en gloria recorrió
los 210 minutos que ocuparon tres luminarias para celebrar la música
de jazz: Miles Davis, que ayer sábado 26 de mayo cumpliría
75 años si, como Juárez, no hubiera muerto.
Para empezar, maese Miller fue colaborador directo y dilecto de Miles Davis. Esa obra maestra llamada Tutu lleva la firma de Marcus Miller junto a la de Miles Davis, al igual que otro tesoro discográfico, titulado Siesta, fue parido por los dos negrazos al alimón.
De ese tamaño es el nombre, Marcus Miller, que los organizadores de este espléndido festivalote decidieron poner al principio, honor que terminó reduciendo al mejor músico de la noche como mero abridor. Una antítesis de la parábola, ahora parabólica, de las Bodas de Canán, donde el mejor vino se sirvió, en este caso, al mero encomencipio.
No sólo el milenario nombre de Miller está
asociado a la genealogía genial de Miles Away Davis, el trompetista
que lo acompaña en su banda se viste de negro, se peina pegadito
pa' trás, infla los cachetes como el Mails, se mandó
diseñar una réplica de la trompeta del moreno y quiere parecerse
harto, hasta a la hora de sonar, al máximo trompetista de la historia
(ouch, con perdón de los fans de Satchmo, Sandoval, Gillezpie,
Marsalis, Chet Baker y anexas) y la verdad es que suena de maravilla.
Las invenciones melódicas de Miller
Fue precisamente el sonido de esa trompeta majestuosa, como un eco de la que blandía Miles Davis, el sonido inaugural y embelesante, envuelto en bruma azul, penumbra propiciatoria, del magno festival con el que recuperamos un lustro de jazz en vivo pues las cuentagotas en los cinco años han rendido frutos maravillosos pero magros en su número. Claro está que el melómano tiene a la mano ese mundo de placeres en las tiendas de discos.
Lo que es una realidad, tan contundente como el sonido Miles Davis, es que durante dos noches el mundo fue más bello gracias a la belleza, es decir al jazz. El Libro del Buen Melómano habrá de registrar cómo la noche del 25 de mayo ocurrió de nueva cuenta el milagro: la conversión del mundo en el paraíso terrenal. Porque bastó el sonido de la trompeta con sordina, unas caricias precoitales con la escobilla del baterista besando cual si fueran lóbulos de mujer, cuello de princesa, los parches de los tambores, empezara entonces a tremar un sax, a erizarse cada poro de la piel entera con un guitarreo cuchicheante y en medio de los gritos y susurros el chicotazo sexual del bajo de Marcus Miller. Los dioses del Olimpo copulando.
Una palabra puede resumir los escasos 40 minutos que los organizadores concedieron a la banda de Marcus Miller: sublime.
A esa categoría, a la de lo sublime, pertenecen las invenciones armónicas, las resoluciones repentinas, los entramados tímbricos de complejidades tales que todo sonaba facilito, dúctil, como un anillo que ha encontrado su dedo ideal. Las invenciones melódicas de Miller, las respuestas que rendían a cada reto los integrantes de su banda. Vaya batería, calambrinesco pero efectivísimo el requinto, sección de alientos?metales de porte nto y un bajo muy alto en sus pletóricas profundidades.
Los puntos más elevados de este Festival Internacional
de Jazz son sin duda alguna su principio y su final. El abridor Marcus
Miller y el contramaestre Roy Haynes, quien lo cerró anoche, horas
antes de escribir estas líneas, no solamente son dos leyendas, su
música sintetiza los secretos últimos del jazz, ese embrujo
fatal, esa adicción para exquisitos, ese placer de privilegio, y
que contiene altas dosis de elaboración intelectual pero expresadas
de maneras muy directas, sencillas, efectivas. Haced de cuenta Juan Rulfo.
Nada menos.
La técnica de Jordan es la revolución
triunfante
A manera de interludio, durante la primera velada, la del viernes, el cuerdista, legendario también, Stanley Jordan, construyó durante una hora soliloquios de altísimo contraste. Solamente a un tipo como él, tan cercano a las ondas del esoterismo light tipo new age, se le ocurre treparnos a lo divino con una disertación abrumadora del Jesús, alegría de los hombres y luego un preludio y una fuga de Bach para enseguida querer volar más alto pero darse un picotazo en el cemento con El cóndor pasa. Y pasó. Pasó a lo siguiente, ya entrados en gastos, si estamos en Simon and Garfunkel pues de una vez, Los Carpenters, Close to you. Lo que nunca debe negarse es que la técnica prodigiosa del cuerdista Jordan es la revolución triunfante. Caracho, eso de tocar la guitarra siempre en el diapasón, con la mano izquierda como todos pero los dedos de la derecha percutiendo las cuerdas directamente, cual si fuera piano, para que todo suene de la manera exacta que necesita el mundo para ser mejor, el mundo, Jordan, y nosotros todos.
El lugar de honor, para una dama
El lugar de honor de la primera noche lo ocupó, como debe ser, una dama. Una artista de a deveras. Una rubia hermosa, buenérrima, que al término de cada canción tenía embelesado a todo el personal machín y también caballerango, y al voltear el cuerpo hacia el público y cruzar las piernas, los pies semidesnudos, hacía en el magín del respetable o bien la escena de Sharon Stone en Bajos instintos o, mejor, la de la señora Bovary descendiendo del carruaje con sus pies semidesnudos.
Derretido el personal con la pianista espléndida y unos músicos superiores inclusive a ella. La rubia debilidad cantó el repertorio conocido, además de una rola "tristísima" ?advirtió? de Joni Mitchel. Canciones del lado pegador, rolas para bailar de a cachetito, de a cartón de cerveza o ya de plano de a tamal. Canciones del lado moridor.
Bella la ortodoxia de la música jazz de Diana Krall, quien también festejó a Miles Davis en uno de sus jugueteos preliminares, cuando nos dejó deslizar (aaay) la caricia en la más profunda piel con uno de los temas entrañables de Miles very very close Davis: el tema principal de All Blues.
Ay, el jazz, alegría de los hombres y de las mujeres.