Jornada Semanal, 27 de mayo del 2001

 

JALISCO, DON VENTURA, BAROIS Y VOLTAIRE

Entre la Casa Amarilla de San Andrés y el camino a San Pedro Tlaquepaque había un bosquecillo de eucaliptos que servía de refugio a los amantes clandestinos. Cuando la noche ya estaba hecha se podían escuchar los gemidos, los jadeos, el rumor de los besos, el roce de las ropas entreabiertas y las bellas frases del contacto entre cuerpos y almas. Nunca se le ocurrió a la escasa policía de esa región interrumpir los amores o censurar el cumplimiento de las urgencias de la carne. El bosque era un territorio libre para los sexos y para la invención de toda clase de caricias.

La enorme Casa Amarilla fue construida por un mi tío conocido con el apodo de “barbas de oro”. El buen señor, cuyo pomposo busto adornaba la entrada de la casona ruinosa, ocupó por años y años el sitial de jefe político de Guadalajara. Recordemos que eso de los años y años en los puestos públicos fue característica obsesiva de los tiempos porfiristas y del largo reinado del pri. No teníamos mucha idea de lo que el barbado tío había hecho en la jefatura política, pero recogíamos rumores sobre alguna esporádica fechoría homofóbica (algo parecido a lo que en la capital se conoció como el affaire de los cuarenta y un bailarines detenidos en pleno jolgorio, rapados y sacados a barrer las calles de la ciudad), sobre su incondicionalidad porfirista, su imponente y casi ibseniana figura, su oratoria ampulosa y los vacíos que se acomodaban en su magín.

El hijo del político, el pintoresco y bien plantado tío Ventura Anaya, heredó la casa y los vastos terrenos que la rodeaban. El tío abominaba de la mochería jalisciense. Hizo rápidos progresos masónicos en el Rito Nacional Mexicano y alcanzó el grado 33, amistó con Lombardo Toledano y fue candidato a diputado por el pp. Nunca supe si tenía dinero guardado o si había invertido su herencia en las aventuras políticas. Manejaba una vieja camioneta remanente de la segunda guerra, vestía siempre de dril blanco, calzaba botas federicas negras, se tocaba con un sombrero de ala ancha, llevaba al cinto tremendo pistolón, usaba una barbita puntiaguda, se engominaba los largos bigotes y sus ojillos azules miraban a los demás con una mezcla de afán proselitista y de sarcasmo irrefrenable.

Se había hecho el propósito de mantener unida a la numerosa familia Anaya que era, en su mayoría, ultramontana y cristera. Para lograrlo nos reunía a comer todos los sábados. Veo a primos y primas, tíos y tías, sentados en la enorme mesa, bebiendo el aperitivo tequilero, comiendo huevos de caguama, arroz rojo adornado con longaniza bien frita y tortillas recién hechas en los comales de la cocina alimentada ya con tractolina, pero que aún conservaba los fuegos de carbón y leña. El comelitón incluía una birria de chivo y otra de carpa, frijoles guisados, jocoque, naranjas y dulces de leche. Bebíamos cerveza o refrescos de frutas y la larga sobremesa transcurría entre el café, el licor de capulín, los cigarros de hoja de maíz fumados por los más viejos, puros de los Tuxtlas y los “Elegantes” y “Bohemios” que eran las marcas de moda. Una tía, gorda y humorista, que aseguraba tener el “tafanario” más grande de la familia, fumaba “Gratos”, unos cigarrillos mentolados capaces de desgarrar la garganta de un cosaco.

Un hermano del generoso Ventura, el flaquito y tembloroso tío Pepe, emprendía el largo viaje a pie desde el Palacio de Gobierno de Guadalajara (trabajaba como glosador en algún negociado) hasta la casa de San Andrés. Su jornada incluía breves paradas en las cantinas de la ruta. En cada una consumía un caballito de tequila y una fina tajada de jitomate sazonada con sal de mar y limón. Al llegar a las afueras de San Andrés, coronaba su periplo con dos tequilas grandes y un plato de pico de gallo (el verdadero tiene jícama, naranja, guayaba y cebolla. Se sazona con limón, sal de mar y chile en polvo). Lo recibíamos a la puerta de la casa y, colorado y vacilante, hacía su aparatosa entrada a la reunión de la horda de los Anaya.

Mi abuela y varias tías censuraban la conducta del tío Ventura y lamentaban sus pasos masónicos y comunistas. Sin embargo, nunca nos prohibieron la asistencia a los banquetes sabatinos, pues pensaban que no sucumbiríamos ante la elocuencia atea y machacona del candidato pepista. Don Ventura, por su parte, intentaba ser, como el señor Barois de Martin du Gard, un ateo sin fisuras ni debilidades y se burlaba de los vaticinios familiares en los cuales se le anunciaba el miedo ante la cercanía de la muerte y el llamado al cura que en un momento liquidaría todas las férreas convicciones del agnóstico. Al final, Ventura tuvo la razón, pues, fulminado por un coma diabético, explotó (todo en él era explosivo) en la escalera de la casa, librándose así de la retórica postrimera.

La esposa del tío Ventura, la candorosamente reaccionaria tía Juana, llevaba de mal grado su destino de mujer de jerarca masón. Un día no pudo más y lanzó al excusado de pozo la enciclopedia masónica, los historiados mandiles del grado 33 y un par de enjoyados espadines. El tío debía haber montado en cólera, pero le ganó la risa, dio por perdidas sus joyas y preseas y agachó la cabeza ante el peculiar, por excrementicio, auto de fe. Más tarde se desahogó disparando su pistolón al aire y engarzando una serie de barrocas blasfemias.

Un tema que molestaba a don Ventura era el del ex gobernador y ex secretario de Estado, Silvano Barba González, miembro del gabinete cardenista. Don Silvano ayudó al segundo Tata cuando mandó al destierro angelino al Jefe Máximo y licenció a sus epígonos y paniaguados. Don Ventura, resentido por alguna perrada de Silvano, recordaba la coplilla satírica de origen cristero que zahería al político alteño: “Silvano bárbaro cuando eras méndigo, los curas dábante pan que comer. Hombre creyéronte y equivocáronse, salites vívora de cascabel...” En cambio, el masonazo hablaba con respeto de Anacleto González Flores y era amigo de González Luna. Era, en suma, un volteriano a su manera, un defensor de la tolerancia enfrentado a la cerrazón autoritaria de la curia.

Me pregunto lo que haría don Ventura en el Jalisco actual, gobernado ya en forma abierta por la derecha. Pienso que seguiría defendiendo las ideas laicas y libertarias e incurriendo en los alegres excesos que nacen de los “alimentos terrenales”.

Hugo Gutiérrez Vega
[email protected]