Eduardo Antonio Parra Notas sobre
la nueva
|
|
La prosa
del norte de México fue llamada en los ochenta narrativa del desierto
y, según Eduardo Antonio Parra, contó con cinco nombres situados
en primer plano: Gerardo Cornejo de Sonora, Jesús Gardea de Chihuahua,
Ricardo Elizondo Elizondo de Nuevo León, Severino Salazar de Zacatecas
y Daniel Sada, nacido en Mexicali y crecido en Coahuila. En este ensayo,
Parra entrega una lista de nombres y de obras que demuestra la riqueza
y la fuerza de esa narrativa y la pujanza de un movimiento editorial, tanto
público como privado, que ahora vive la amenaza del IVA foxosojogílico
proveniente de los crueles profetas neoliberales: Thatcher, Reagan, Bush,
Menem, Fujimori, De la Madrid, Salinas, Zedillo y más y más
atilas financieros.
Hace años, intentar hacer un panorama de la narrativa del norte de México no era tarea fácil. La mayoría de los narradores de esta región publicaba en editoriales locales; de vida efímera, en caso de ser independientes; sujetas a la voluntad de quienes presidían las instituciones, si se trataba de imprentas oficiales. Los resultados prácticos eran similares en cualquiera de las dos situaciones: la distribución de novelas y relatos distaba de ser eficiente y, por lo mismo, llegaban a muy pocos interesados fuera de su lugar de origen, la respuesta crítica era casi nula, escasos los registros que los incluían. Sin embargo, en los últimos años
se ha roto la barrera de los localismos y ciertos autores norteños
comienzan a ser valorados a nivel nacional. Algunos han sido acogidos en
casas editoriales de prestigio y amplia circulación, como Juan José
Rodríguez y Élmer Mendoza, de Sinaloa; Luis Humberto Crosthwaite
y Gabriel Trujillo Muñoz, de Baja California; Francisco José
Amparán, de Coahuila; David Toscana y, recientemente, Felipe Montes,
de Nuevo León. Otros se han acercado
Buscando las respuestas en los libros escritos por críticos se pensaría que sí existe una narrativa del norte, determinada básicamente por los accidentes geográficos: a finales de los años ochenta se le denominó la narrativa del desierto y contaba con cinco nombres situados por encima de los demás: Gerardo Cornejo, de Sonora; Jesús Gardea, de Chihuahua; Ricardo Elizondo Elizondo, de Nuevo León; Severino Salazar, de Zacatecas; y Daniel Sada, originario de Mexicali, pero cuya narrativa refleja sobre todo la vida en los pueblos de Coahuila. Ellos, en especial Daniel Sada, continúan siendo cabeza de grupo, fundadores de una tradición regional y, como han sido abordados en otras partes con profundidad, los obviaré en este breve panorama de la nueva narrativa norteña. Es claro que el concepto narrativa del desierto resulta insuficiente para designar la obra de estos autores y la de los que les siguieron, así como el término narrativa fronteriza, que pretendió usarse después, también lo es. El norte de México no es simple geografía: hay en él un devenir muy distinto al que registra la historia del resto del país; una manera de pensar, de actuar, de sentir y de hablar derivadas de ese mismo devenir y de la lucha constante contra el medio y contra la cultura de los gringos, extraña y absorbente. Derivadas también del rechazo al poder central; de la convivencia con las constantes oleadas de migrantes de los estados del sur y del centro; y de una mitología religiosa tan lejos de Dios que se manifiesta en la adoración a santones regionales como la Santa de Cabora (Chihuahua), Juan Soldado (Baja California), el Niño Fidencio (Nuevo León) y Malverde (el santo de los narcotraficantes sinaloenses). Esta particularidad del ser norteño es la materia prima de la narrativa de sus escritores. La exposición de un lenguaje del norte, por ejemplo, es la piedra angular en la obra de Luis Humberto Crosthwaite y otros bajacalifornianos como Rafa Saavedra y Juan Antonio Di Bella, quienes, sobre todo en sus libros El gran pretender (Tierra Adentro, 1992), Buten smileys (Yoremito, 1996) y Yizus the man y los kiosco boys (Yoremito, 1996), realizan una exploración del habla fronteriza cuajada de giros novísimos, influida en gran parte por el idioma anglosajón, en otra parte por las jergas de los chicanos y en otra por la potente imaginación lingüística de quienes habitan ahí donde el español de nuestros ancestros evoluciona renovándose a una velocidad antes inimaginable. En su último libro, Estrella de la calle sexta (Tusquets, 2000) Luis Humberto Crosthwaite reivindica esa intención y se convierte, quizás, en el principal recreador de la oralidad en la literatura mexicana. Otro libro que demuestra el finísimo oído de su autor es Un asesino solitario (Tusquets, 1999), de Élmer Mendoza, en donde el autor registra con gran fidelidad el habla culiche a través del relato de un personaje que ha sido contratado para asesinar al candidato del pri a la presidencia de la República. La vida en la mera línea, ahí donde los gringos están a unos cuantos metros de distancia, queda registrada, además de en la obra de los tres bajacalifornianos mencionados, en la de su paisano Gabriel Trujillo Muñoz, quien aborda el tema de la delincuencia o, más específicamente, del narcotráfico en su novela Mezquite Road (Planeta, 1998) que delata un exceso de influencia del cine de los hermanos Almada. También en Río de redes (Yoremito, 1998), del nuevolaredense Jorge Eduardo Álvarez. Sin embargo, donde quizás esta temática alcanza mayores alturas literarias sea en un volumen de relatos prácticamente desconocido por haber sido publicado en una de esas editoriales de vida efímera y sin distribución. Se trata de Callejón Sucre y otros relatos (Azar, 1994) de la juarense Rosario Sanmiguel. En él, la vida en la frontera, la angustia que produce convivir diariamente con el país más poderoso del mundo, las dudas acerca de la identidad, constituyen los temas de unos relatos cuya tensión dramática, ejecución y eficacia narrativa resultan sorprendentes. Es raro que este libro no haya sido reimpreso en una editorial de mayor circulación y más raro aún que el nombre de Rosario Sanmiguel sólo sea conocido en ciertos cenáculos muy reducidos. La historia regional ha sido uno de los temas más socorridos por estos narradores. Destacan en esta temática sobre todo los regiomontanos Mario Anteo y Hugo Valdés Manríquez con El reyno en celo (Castillo, 1996) y The Monterrey news (Grijalbo, 1991), respectivamente con novelas que abordan el devenir de Nuevo León desde su fundación hasta la actualidad, y el sinaloense Juan José Rodríguez con una divertida novela acerca de la llegada del cinematógrafo al puerto de Mazatlán, titulada El gran invento del siglo xx (Joaquín Mortiz, 1998). Hay también en el norte escritores que se caracterizan por su sentido del humor, por las parodias y burlas que hacen acerca de su entorno, de la vida cultural y de la vida a veces anodina que transcurre en sus ciudades. Los coahuilenses Jesús de León y Francisco José Amparán, en todos sus libros, y el regiomontano Héctor Alvarado en Enciclopedia para ciegos caminantes (Conaculta, 1997), La ventana de los deseos (La Mancuspia, 1998) y Esa llaga, la memoria (Castillo, 2000) son un buen ejemplo de ello. La narrativa de tema homosexual ha sido abordada en la novela Obra negra (Castillo, 1997), del psiquiatra chihuahuense Alfredo Espinosa y, quizá con una mayor crudeza, en el libro Laredo Song y otros relatos (Casa de la Cultura de Nuevo León, 1999) del regiomontano Joaquín Hurtado. Narradores muy singulares, tanto por su temática absolutamente personal como por la manera en que la tratan, son los regiomontanos David Toscana y Patricia Laurent Kullick. El primero, además de poseer un delirante sentido del humor, se ha dedicado a crear una serie de esperpentos en sus dos excelentes novelas que son al mismo tiempo sendas parábolas de la condición humana, por supuesto situadas en algún lugar del norte, Estación Tula (Joaquín Mortiz, 1995) y Santa María del Circo (Plaza y Janés, 1998). En cuanto a Laurent Kullick, las estupendas disecciones del alma femenina que ha realizado en sus libros de relatos Ésta y otras ciudades (Tierra Adentro, 1993), Están por todas partes (Abrapalabra, 1995) y El topógrafo y la tarántula (La Mancuspia, 1997), además de su novela El camino de Santiago (Casa de la Cultura de Nuevo León, 2000) revelan a una narradora con gran capacidad de introspección y un humorismo único en las letras nacionales. Lástima que sus libros no sean bien distribuidos en el país. Es difícil tratar de abarcar toda la nueva narrativa del norte en un pequeño artículo. Sin embargo, creo que estas notas constituyen un recuento de lo más sobresaliente. Existen otros nombres, por supuesto, pero algunos no han escrito aún lo mejor de su obra. Otros son muy jóvenes, como Jaime Romero Robledo, quien apenas publicó un buen primer libro, Los cuentos de la mujer perdida (Instituto Chihuahuense de Cultura, 1999) o Juan Rojas y Antonio Ramos de Ciudad Juárez y Monterrey, respectivamente, quienes sólo han publicado en revistas. A ellos habrá que estar atentos para completar estas notas en el futuro. |