martes Ť 29 Ť mayo Ť 2001
Luis Hernández Navarro
Los traficantes del olvido
Es la hora de la memoria, de poner fin a la impunidad. La política autoritaria se alimenta del olvido, vive de él. Sin ajustar cuentas con el pasado, sin hacer justicia a las víctimas y sus familiares no habrá democracia. Recordar es el secreto de la redención; la vía para impedir que el mal reaparezca.
Durante tres décadas un grupo de mexicanos fueron víctimas: se les torturó, asesinó, detuvo al margen de la ley y se les desapareció por sus convicciones políticas o su compromiso social. Los responsables directos fueron otro grupo de mexicanos: policías, funcionarios de seguridad nacional, militares y paramilitares creados o protegidos desde el poder.
El memorial de agravios es abundante. Tan sólo en Guerrero se documentaron 530 desaparecidos políticos. No se circunscribe a los años de la guerra sucia, sino que llega hasta nuestros días. Después de la matanza de Aguas Blancas, en la que 17 campesinos fueron asesinados, murieron doce personas más porque tenían alguna relación con el caso. No se limita a la lucha de los cuerpos represivos en contra de organizaciones guerrilleras, sino que afecta a luchadores sociales y políticos. Durante la administración de Carlos Salinas de Gortari fueron asesinados 294 perredistas.
La documentación de estas barbaridades es amplia y sólida. El informe de Human Rights Watch sobre los derechos humanos en nuestro país, publicado en enero de 1999, comienza señalando: "La tortura, las desapariciones forzadas y las ejecuciones extrajudiciales siguen siendo generalizadas en México, a pesar de las numerosas reformas legales e institucionales aducidas por los sucesivos gobiernos mexicanos como prueba de su compromiso con la protección de los derechos humanos".
La llegada de Vicente Fox a la Presidencia de la República no acabó con la impunidad. Ni los responsables de estos crímenes han sido sancionados ni las víctimas o sus familiares han sido indemnizados ni han sido abiertos los archivos que pueden ayudar a esclarecer la verdad. A seis meses de gobierno no se ha hecho justicia.
A pesar de que formalmente Fox no tiene compromisos de ningún tipo con las pasadas administraciones, se niega a aclarar las graves violaciones a los derechos humanos que se cometieron en ellas y a sancionar a quienes encarcelaron al margen de la ley, torturaron y desaparecieron a miles de mexicanos. Los narcotraficantes de la memoria, los encargados de embotar la sensibilidad y adormilar los recuerdos, gozan de cabal salud en el nuevo régimen.
Las víctimas y sus familiares tienen el derecho de saber a manos de quiénes sufrieron ellos y sus seres queridos. Tienen el derecho a que se les haga justicia: a que los archivos se abran, y a que los tribunales, mediante la aplicación del derecho, castiguen a los culpables. El daño que sufrieron debe ser reparado.
Aunque haya cambiado el gobierno, la violencia simbólica que impone fronteras a la memoria se mantiene. Los crímenes no han sido reconocidos. Son un asunto incómodo. Afectan intereses que no quieren tocarse. El olvido como política de Estado se sostiene. Desde la cima del poder el expediente sigue siendo un asunto indecible.
Sin embargo, hoy como ayer, los familiares de las víctimas --figuras de primer orden moral como Rosario Ibarra y los integrantes del Comité Eureka-- insisten en colocar el punto en la agenda política nacional. Sexenio tras sexenio (esa escala que mide los tiempos del poder) han exigido justicia. Este no es la excepción. Se niegan a olvidar. Su memoria es un deseo de justicia, de ira y de indignación. Una exigencia de acabar con la impunidad. Su enfado está provocado por una acción injusta y reprobable. Su sufrimiento no es, tan sólo, un asunto privado, sino parte de la cosa pública. Su reclamo es anterior a las veleidades de cualquier funcionario deseoso de protagonismo.
Su terquedad es una batalla en contra del cinismo con el que se ha tolerado los abusos de autoridad. Su recuerdo es una enseñanza moral, la integración de un sistema de valores indispensable para regenerar la vida política nacional. Su memoria es una garantía de que los delitos en contra de los derechos humanos serán siempre objeto de exigencias, de demandas, de luchas.
Afrontar el pasado, resolverlo, hacerle frente, reconciliarse con él es un imperativo de cualquier gobierno democrático. Si el de Vicente Fox lo es, legítimamente no puede evadirlo.
La amnesia voluntaria, el más vale olvidar, el ocultar para no afectar intereses de los traficantes del olvido son un pasaporte a la impunidad del mañana. El que los torturadores, los corruptos, los asesinos y sus jefes queden sin castigo compromete al nuevo régimen. La herida sigue abierta; no cerrará en tanto no se haga justicia. Es la hora de la memoria, de recuperar el pasado.