JUEVES Ť 31 Ť MAYO Ť 2001
Olga Harmony
El camino de los pasos peligrosos
Se trata de la tercera obra del quebequense Marcel Marc Bouchard que se escenifica entre nosotros. Con Las musas huérfanas quisimos ver un texto más metafórico que realista, sobre todo por el sorpresivo final al que no lleva ningún dato en su desarrollo, muy a tono con el montaje de Mauricio Jiménez (aunque todavía me sigo preguntando si esta lectura que hice del texto es la correcta). Posteriormente, con Los endebles que dirigió Boris Schoemann con un grupo de actores jóvenes y poco conocidos, nos conmovimos con un drama que, a pesar de debilidades en su estructura -como los motivos de la muerte de la condesa de Tully- mostraba a un autor con una gran capacidad narrativa que atrapaba sin remedio la atención de cualquier espectador.
El camino de los pasos peligrosos es también una metáfora de la lucha por el poder que se da en el ámbito de las relaciones familiares y también, como sus antecesoras, ubica al presente como resultado de un suceso lejano que se nos irá develando. Pero esta vez la situación no intriga porque resulta previsible el secreto. De manera deliberada, Bouchard nos da indicios desde el principio de que los hermanos están muertos. No es ese el secreto, sino la muerte del padre. El hecho de que estén en ese estado suspendido -que de ningún modo aceptan- posiblemente sea la razón de que puedan, por fin sincerarse, hablar de lo prohibido, mostrarse tal como son.
Hasta aquí, todo aparece interesante. Por desgracia, una situación mínima es alargada mediante repeticiones y rodeos que no crean tensión, al extremo de que la final vuelta de tuerca (el dramaturgo parece complacerse en brindar sorpresas, poco apoyadas en el texto antes del telón u oscuro final) ya hace poco mella en el gastado ánimo del espectador. Por otra parte, los personajes o bien responden a ciertos clichés o bien hacen revelaciones de actitudes pasadas que poco o nada tienen que ver con la personalidad y la conducta que parecen tener, sin que estas revelaciones incidan en su condición presente. En el primer caso estaría Ambrosio, estereotipo casi paródico del homosexual sensible y amante del arte, lo que lo lleva a ser galerista y Víctor, el hermano mayor de pocas luces que provoca la incomprensible vuelta de tuerca final. En el otro caso, Carlos, empleado suburbano cuyo modo de ser en ningún momento -y si no, júzguese la complacencia de ir con sus hermanos, para no defraudar a Víctor, al sitio de pesca el mismo día de su boda- se condice de su actitud hacia el padre. No se trata de la ambigua condición humana, sino de la construcción de personajes a los que no se deja un desarrollo cabal, sino que siempre están respondiendo a la intención del autor de ofrecer sorpresitas sacadas del sombrero del mago.
En ese camino diseñado por la escenógrafa Yuriria Almanza en blancos, grises y negros muy contrapuestos al supuesto bosque pero que desnudan la idea de no vida presente en el texto, Boris Schoemann dirige con acierto a sus actores -Raúl Méndez como Carlos, Constantino Morán como Ambrosio y José Juan Meraz como Víctor- que se mueven, según un limpio trazo escénico, en el camino ascendente en perspectiva y ofrecen las transiciones que los estados de ánimo de los personajes piden. Pero la consolidación de una compañía debe ir mucho más allá de textos que se pueden tomar como ejercicios, sobre todo después del buen éxito de Los endebles del propio Bouchard, que presentaba mayores complejidades y una certera construcción de personajes.
De cualquier manera, es una buena noticia que se cree una nueva compañía y que el Teatro de la Capilla vuelva a ser una sede escénica con continuidad en los montajes que en ella se hagan.