MARTES Ť 3 Ť JULIO Ť 2001

Ť Ugo Pipitone

Izquierda y globalización

Hay una idea que es casi un manifiesto conservador: todo lo que no es orden, es desorden. El espacio intermedio o no existe o está envuelto en una bruma vagamente amenazadora. La única creatividad consagrada es la que busca un beneficio individual: cualquier otra constituye un peligro de desorden. El pensamiento conservador hace de la creatividad colectiva, de la experimentación de formas mejores de convivencia, de la crítica a lo existente, otras tantas fuentes de peligros para una libertad que coincide cada vez más con el mercado. Ahí está el orden natural cuya alteración sólo producirá miserias para aquellos que, ingenuamente, intenten alterarlo.

En el frente opuesto -en esa izquierda que nace de la Revolución Francesa- el orden es visto como límite a la libertad de experimentación de formas mejores de vida social. Se invierten aquí los términos del pensamiento conservador: libertad implica derecho al cambio de un orden que tiende a congelarlo en roles seguros y comportamientos predecibles.

Digámoslo en síntesis: la creatividad se manifiesta en nuestro tiempo mucho más por el lado de las necesidades del capital que por el de la experimentación de formas mejores de convivencia. El protagonismo de la economía asfixia el protagonismo social. Y esto es la globalización: un camino al fortalecimiento de las interdependencias globales guiado por necesidades de competencia más que por la necesidad de intentar formas más ricas y abiertas de convivencia al interior de los países y entre ellos. Nos encontramos hoy en una situación original en que tanto "orden" como "creatividad" (tecnológica) parecerían haberse vuelto banderas del nuevo-viejo pensamiento conservador.

El derrumbe del comunismo y de varias formas de nacionalismo revolucionario (el futuro que no mantuvo sus promesas) y la (desconcertante) creatividad del capital constriñen la izquierda a una posición defensiva. Pero, en realidad, el cuadro es más complejo. De una parte tenemos una izquierda democrática que, en el equilibrio entre responsabilidad y creatividad colectiva, tiende a privilegiar el primer aspecto. De la otra, una izquierda revolucionaria que, en nombre del derecho a la experimentación, desempolva viejos reflejos autoritarios mientras tiende a ver la globalización como una conspiración imperialista. En síntesis: una izquierda democrática atrapada en la incapacidad-dificultad de abrir espacios a nuevas formas de experimentación; una izquierda que no encuentra las claves de un orden creativo. Y frente a eso, el carácter mesiánico de esa izquierda revolucionaria que no puede aceptar los límites históricos de la acción política y que reproduce, en el anuncio de un "nuevo orden", tentaciones comunitarias en que el consenso asesina el conflicto. O sea, el cambio.

De una parte una izquierda democrática que reconoce en la globalización una fuerza histórica frente a la cual, sin embargo, aún no acierta a definir nuevas propuestas de convivencia y, de la otra, una izquierda revolucionaria que lee el mundo en clave conspirativa y le responde en clave moralística. Dejemos a un lado este último componente y concentrémonos en el primero.

ƑCuál es el problema central? El problema está en fortalecer la capacidad colectiva de domesticar a fuerzas económicas que hoy crean riqueza mientras reducen los ámbitos tanto de la solidaridad como de la creatividad colectiva. Frente a la necesidad de sobrevivir a los cambios, los espacios para experimentar (en el campo, en los barrios, en las escuelas, etcétera) se reducen drásticamente. Para millones de seres humanos ya es suficientemente difícil adaptarse como para que queden voluntades de experimentación. Pocas veces como en estos años ha resultado más evidente el retardo de ideas en la izquierda. Ideas que son sepultadas por la responsabilidad o por un moralismo que hace de la historia una especie de Satanás que más que dirigido y orientado necesita ser exorcizado.