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México, D.F. martes 3 de julio de 2001
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Editorial
 

POR LA GOBERNABILIDAD

SOLA un año de haber ganado las elecciones que lo llevaron al cargo, el presidente Vicente Fox se manifestó, ayer, a favor de un acuerdo político que garantice la gobernabilidad, una propuesta que ha ido cobrando presencia en la clase política y que fue recientemente impulsada por el jefe del Gobierno capitalino, Andrés Manuel López Obrador, cuando éste anunció una "tregua" en las persistentes confrontaciones que ha protagonizado junto con el titular del Ejecutivo.

Un acuerdo como el referido es necesario por muchas razones. La principal de ellas es, sin duda, el intenso desgaste al que se ha visto sometida la figura presidencial en los siete meses transcurridos desde que Fox tomó posesión. La erosión política del mandatario no sólo se explica por los errores de gobierno cometidos desde el 1º de diciembre del año pasado, y sobre los cuales no vale la pena abundar, sino porque era inevitable que, tras 71 años de hegemonía priísta, la primera administración surgida de las filas opositoras concitara expectativas de cambio desmesuradas, desproporcionadas e imposibles de satisfacer. A ello debe agregarse que Fox es, en varios sentidos, un Presidente sin partido. El mismo lo estipuló así en diversas declaraciones como presidente electo, y Acción Nacional ha actuado en consecuencia, por más que en lo declarativo la directiva partidista manifieste, con una frecuencia elocuente, su adhesión al foxismo.

El propio PAN, por lo demás, experimenta un desgaste tan acelerado como si fuera, de manera inequívoca, un partido en el poder. Un indicio de ello son los resultados de los recientes comicios locales en Chihuahua, Zacatecas y Durango, en donde el desempeño del blanquiazul fue menos que satisfactorio.

Lo anterior es indicativo, además, de los nuevos y acelerados ritmos --vertiginosos, si se les compara con los tiempos priístas-- en que el electorado juzga --y aprueba o sanciona-- el ejercicio del poder en todos sus niveles.

Por otra parte, las tres principales fuerzas partidarias del país no parecen haber asimilado aún el mensaje del 2 de julio de 2000, y la crisis de identidad es denominador común en ellas. Diríase que el fin del régimen priísta dejó a los partidos sin puntos de referencia y que ni PRI ni PAN ni PRD han logrado encontrar su sitio y su especificidad en el nuevo escenario político. Eso explicaría el hecho de que, tanto en el Congreso de la Unión como en las legislaturas estatales, la orientación de los votos esté tan desdibujada con relación a las respectivas bancadas.

La institucionalidad heredada del priato y la constelación partidaria que dominó la vida política hasta el año pasado muestran, en suma, signos preocupantes de agotamiento, y aún no se perfilan los consensos ni las instituciones necesarias para la nueva etapa. En tales circunstancias, parece razonable y necesario que los principales actores políticos se sienten a negociar y a acordar los puntos esenciales por los que habrá de desarrollarse una transición sin sobresaltos y apegada a derecho. Cabe esperar, por el bien de todos y del país, que lo consigan.
 

 

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