POR LA GOBERNABILIDAD
A
un año de haber ganado las elecciones que lo llevaron al cargo,
el presidente Vicente Fox se manifestó, ayer, a favor de un acuerdo
político que garantice la gobernabilidad, una propuesta que ha ido
cobrando presencia en la clase política y que fue recientemente
impulsada por el jefe del Gobierno capitalino, Andrés Manuel López
Obrador, cuando éste anunció una "tregua" en las persistentes
confrontaciones que ha protagonizado junto con el titular del Ejecutivo.
Un acuerdo como el referido es necesario por muchas razones.
La principal de ellas es, sin duda, el intenso desgaste al que se ha visto
sometida la figura presidencial en los siete meses transcurridos desde
que Fox tomó posesión. La erosión política
del mandatario no sólo se explica por los errores de gobierno cometidos
desde el 1º de diciembre del año pasado, y sobre los cuales
no vale la pena abundar, sino porque era inevitable que, tras 71 años
de hegemonía priísta, la primera administración surgida
de las filas opositoras concitara expectativas de cambio desmesuradas,
desproporcionadas e imposibles de satisfacer. A ello debe agregarse que
Fox es, en varios sentidos, un Presidente sin partido. El mismo lo estipuló
así en diversas declaraciones como presidente electo, y Acción
Nacional ha actuado en consecuencia, por más que en lo declarativo
la directiva partidista manifieste, con una frecuencia elocuente, su adhesión
al foxismo.
El propio PAN, por lo demás, experimenta un desgaste
tan acelerado como si fuera, de manera inequívoca, un partido en
el poder. Un indicio de ello son los resultados de los recientes comicios
locales en Chihuahua, Zacatecas y Durango, en donde el desempeño
del blanquiazul fue menos que satisfactorio.
Lo anterior es indicativo, además, de los nuevos
y acelerados ritmos --vertiginosos, si se les compara con los tiempos priístas--
en que el electorado juzga --y aprueba o sanciona-- el ejercicio del poder
en todos sus niveles.
Por otra parte, las tres principales fuerzas partidarias
del país no parecen haber asimilado aún el mensaje del 2
de julio de 2000, y la crisis de identidad es denominador común
en ellas. Diríase que el fin del régimen priísta dejó
a los partidos sin puntos de referencia y que ni PRI ni PAN ni PRD han
logrado encontrar su sitio y su especificidad en el nuevo escenario político.
Eso explicaría el hecho de que, tanto en el Congreso de la Unión
como en las legislaturas estatales, la orientación de los votos
esté tan desdibujada con relación a las respectivas bancadas.
La institucionalidad heredada del priato y la constelación
partidaria que dominó la vida política hasta el año
pasado muestran, en suma, signos preocupantes de agotamiento, y aún
no se perfilan los consensos ni las instituciones necesarias para la nueva
etapa. En tales circunstancias, parece razonable y necesario que los principales
actores políticos se sienten a negociar y a acordar los puntos esenciales
por los que habrá de desarrollarse una transición sin sobresaltos
y apegada a derecho. Cabe esperar, por el bien de todos y del país,
que lo consigan.
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