viernes Ť 6 Ť julio Ť 2001

Horacio Labastida

Pacto político y realidad social

La revolución de 1910 y la Carta de 1917 son los proyectos de nación que ha tenido el México moderno, en contraste con el programa limantourista activado en las dos últimas décadas del porfiriato. Mientras que los revolucionarios plantearon el rompimiento de la dependencia del capitalismo trasnacional por la vía de una capitalización nacional que conjugase los intereses de las distintas clases sociales al interior del Estado, en los términos del artículo 27 constitucional, los científicos porfiristas pusieron en marcha la doctrina imperial del desarrollo alimentado por inversiones extranjeras y mandamientos gerenciales de las subsidiarias y autoridades de Washington.

El compromiso implícito del gobierno de Díaz con Inglaterra y Estados Unidos -estos al fin impusieron sus conveniencias a la reina Victoria y Eduardo VII- fue abrumador: se entregaron los mejores recursos naturales y financieros junto con la autonomía del poder político, sin importar la creciente pobreza de las masas urbanas, rurales y de los estratos medios. El estallido de las huelgas de Cananea (1906) y Río Blanco (1907), empapadas de sangre obrera, exhibe las contradicciones de la política dictatorial de apertura al capitalismo extraño. La lección es evidente: las inversiones externas no promueven el desenvolvimiento nacional de un país no industrial. La dependencia jamás se convierte en independencia si el Estado sacrifica al pueblo a favor de los señores del dinero.

Contra la dación del país al capitalismo extranjero, la Revolución proclama el recobramiento de la soberanía nacional y la dignidad de los trabajadores del campo y la ciudad, alentando a la vez una industrialización sin explotación del hombre por el hombre; buscó elevar los niveles de vida del pueblo y abrir las puertas a la burguesía no subordinada que trató de representar el ingeniero José Domingo Lavín (1895-1969), al presidir la Cámara Nacional de la Industria de Transformación, fundada en 1941; además, en la concepción revolucionaria un Estado democrático encauzaría la vida del país en el marco de los grandes principios de la rebelión iniciada por Madero e inspirada en la justicia social que exigieran Morelos al Congreso de Chilpancingo (1813) y Emiliano Zapata en el Plan de Ayala (1911). Y tan grandioso proyecto, negado por el régimen Obregón-Calles, resultó magistralmente retomado por Lázaro Cárdenas en su administración (1934-40), al cimentarla en los tres mandamientos del constituyente mexicano. La nacionalización de los recursos básicos, en manos ajenas, garantizaría el mejoramiento de una vida colectiva enmarcada en la reforma agraria y el artículo 123 constitucional, así como de las clases empresariales dispuestas a no dañar a la sociedad con desmesuradas ganancias. Aseguraríase de esta manera un desarrollo nacional y una distribución equitativa de la riqueza que rompiera la dependencia y cultivara la independencia. No se olvide que en la época siempre se entendió la dependencia de México como la situación que condicionaba su avance material y cultural al desarrollo y expansión del capitalismo monopolista protegido en la Casa Blanca. Y este problema plantea ahora grandes incertidumbres. Al desmantelarse la política cardenista en la forma en que lo hicieron los sucesores, sobre todo en los últimos 19 años que van de Miguel de la Madrid (1982-1988) al actual presidente Vicente Fox -periodo en que la capitalización nacional se ha transformado en capitalización de elites locales y extranjeras, y la independencia en dependencia por el regulamiento del presente al pasado porfiriano-, la realidad monda y lironda de nuestra supeditación salta a la vista cuando el Presidente convoca a un pacto de partidos y clases con el gobierno, que reoriente al país y lo encamine hacia una prosperidad compatible con la justicia. ƑCómo encontrar el secreto de la liberación de la dependencia apuntalada por el aparato del Estado sin olvidar, según lo mostró el porfiriato, que el capitalismo extranjero es incapaz de hacerlo, y que la capitalización nacional resultó dinamitada al concluir la segunda Guerra Mundial (1939-45) y regresar las inversiones extranjeras? Hay que repetirlo una y otra vez. Para colocar a México en la ruta de su grandeza es indispensable convertir al Estado en un órgano político del pueblo y para el pueblo; es decir, en el instrumento que realice en la historia los ideales y deseos de los mexicanos, y no los ideales y deseos de las facciones acaudaladas. Nadie niega la necesidad de un pacto político innovador, pero es obvio que la posibilidad de tal pacto depende de que el acto político se identifique con los sentimientos nacionales. Lo repetimos, sólo de esta manera será posible cambiar la dependencia en libertad.