DOMINGO Ť 8 Ť JULIO Ť 2001

La diva

Sergio Fernández

¿Qué hace que alguien se caracterice como diva? Tal vez aventuramos a decir que se convierte en diosa para aquellos cuya admiración está puesta en ella. Pero los dioses, en el mundo moderno, deben bajar a encontrarse con los seres humanos, por lo que también una diva (o un divo) salen al escenario de la política, los negocios, el dinero o las pantallas de televisión y de cine para imaginariamente reunirse con nosotros. Se podría pues aducir que si no hay una metáfora, o una imagen de por medio, la diva (pongámoslo en femenino) dejaría de existir ya que una mampara -el telón- cuando se eleva o cae da surgimiento a los prodigios. La diva sería un templo; sus admiradores, sus adeptos incondicionales que disfrutan al hacer sus ritos.

mitosPero si la letra impresa se impusiera; si el escenario o las cámaras -como todo- son un engaño -un engaño de los sentidos, diría el "Bagavad Ghita"- ¿cómo nadie ? individuos o personas- puede enamorarse de una diva- Me parece que se trata de un romanticismo encandilado, ya que para existir esta clase de amor lo que se requiere es no tocarlo. Sólo así, a la distancia, es posible conservar esa reverente situación que por dentro nos hace sentir diferentes, es decir enamorados. Y si un Proust se pierde por Odette cuando le descubre un parecido con la Céfona de Botticelli, el arte puede ser el gran mediador entre ambos polos.

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No puede el perseguidor de una diva tomarla entre los brazos pues, de llegar a hacerlo -en la vida real- por ese solo hecho ella se convertiría en mujer, pues entraría de lleno a la vida cotidiana, la que mata a la otra vida, la imaginaria. Me refiero a las tablas y a la imagen del cine. Por lo demás si una diva es la que necesariamente debe exhibirse (aunque triunfe) será diva toda aquella que complete su ser con los aplausos, que son la mirada del espectador. Una Naná, por ejemplo, ese personaje de novela que -como todas- no deja de ser diva, aun cuando, en lugar de mostrarse se escondiera, sería aplaudida hasta su ocaso.

Eloísa, una de las tres hermanas de Lo prohibido de Galdós, se guarda en casa por haber sido atacada por una enfermedad que deforma sus muy bellas facciones; no saldrá en tanto no haya recobrado la normalidad. Pero no deja de ser un triángulo de divas que en la narración de Galdós existen porque quien las toca, el único (un primo amante de las tres, a turnos), es también un ente de ficción.

Sea como sea (agradeciendo a Enrique Florescano su invitación a participar en este bello libro), me pregunto si la diva debe ser un mito, a lo que me obligo a contestar que no, que un mito es una diva cristalizada, por siempre, en el recuerdo. La tiple que fue Lupe Vélez no hubiera sido diva de no haber alcanzado un prestigio por sus películas y sus escándalos, pero en la actualidad es un recuerdo, nunca un mito. Por eso, si no mal me encamino, la Vélez aquí sólo nos permite quebrar el hielo para repasar el tablero que por experiencia conozco, empezando por decir que tal clase de seres van desde la carpa (espectáculo hoy casi extinto) hasta periódicos, revistas, el teatro y el cine "serios", donde una gran actriz puede o no convertirse en diva y, a su vez, en mito.

Como coincidencia, hace tiempo trabajo en un libro sobre ellas, algo que podría tentativamente llamarse Estrellas bajo la mira. Brevemente compendio diciendo que se trata de catorce imágenes de los cines europeo y norteamericano de los años 35 a 60, aproximadamente. La quinceava diva es Buster Keaton, por razones que aquí no cabe explicar, pero que dará un espléndido remate al texto. Lo cierto es que debo añadir que no existe ninguna actriz mexicana, aunque divas sean todas, en sus páginas. En cambio sobra, en nuestros medios, la belleza: Marina Tamayo, Gloria Marín, Columba Domínguez, Elsa Aguirre, Tere y Lorena Velázquez, Fanny Cano, Elsa Cárdenas, Pina y Pilar Pellicer, Dolores del Río, María Félix... hasta las actuales, hermosas muchachas de moda, que pueden salir de sus cajitas mágicas y escapar como diáspora.

El divo, que lo hay en todos los niveles (piénsese en un Díaz Ordaz, en un Salvador Novo, que van desde ser un asesino hasta ser un poeta); el divo está tan maravillado de sí como un pavo real o un quetzal, si es que aún existen estos últimos. Se podría en principio conjeturar que los divos (hombres y mujeres) requieren de la belleza o de la gracia -como María Conesa- además del talento. Si ella sobrevivió tantos años en el teatro no se debió a su voz, más bien cascada, ni a su belleza, pues era de talle común y corriente, sino de algo que hace tiempo se llamó "pep" o "sex appeal"; "ángel" también, o "tener algo" más que las otras. María Conesa tuvo esas partes y triunfó hasta ya anciana, con fláccidos brazos que, descubiertos, llevaban, a la oriental, varias pulseras para disimular los años.

Ella es, sin duda alguna, la diva frívola por excelencia de nuestras tablas en este siglo agónico. Ninguna, que yo sepa, la ha sucedido, ya que nadie alcanza a tener las cualidades que a ella la enaltecían.

(...) Asimismo debo insistir en mis libros sobre "Estrellas", porque con este telón de fondo, tengo donde recargarme y situar menos deficientemente lo que nuestros espectáculos ofrecen. Mi texto, entre otras cosas, me ha permitido experimentar de cerca -a través del acierto que es la televisión-, la gestualidad de ciertas actrices, y como fondo, de determinados actores, buenos siempre que tengan una cercanía interior con la mujer: Charles Laughton, Leslie Howard, Montgomery Clift, Marlon Brando, James Dean, andróginos en su actuación sin para nada referirme a sus vidas. Los actores muy "hombres" sólo sirven en la taquilla, como el caso Humphrey Bogart, quien pasa (lo acabo de ver en un programa gringo de tv) por ser el mejor actor del siglo. En la pantalla o manda o mata, ya con la voz más gruesa y sexual que cabe imaginar, a tirios y troyanos. Pero fue tarde cuando quisieron aprovecharlo: el matón, a punto de convertirse en un mito que sí logró, expiraba alcohólicamente en cualquier hospital. Casablanca es golondrina que no hace verano. Allí empieza y acaba su "infierno".

Lo mismo ocurre con el machismo mexicano: los charros, Pedro Armendáriz o Luis Aguilar sólo sirven para cantar, decir que están enamorados o emborracharse por razones similares a la pasión. La borrachera es una institución: si un hombre no bebe no es hombre. Y si no lloran -el corazón partido de emoción- no emocionan a nuestro público, deseoso de ternura, venganza, copas y pistolas. Hay que llegar a los Soler y sobre todo a Joaquín Pardavé para saber lo que es un divo: cantar, reír, bailar, "hacer el oso", decir estupideces maravillosas, hablar con la nariz constipada y cuanta fealdad quepa en todo lo que él supo trascender para quedarse en el recuerdo.

Algunas otras divas tengo en el recuerdo: la Dietrich, Greta Keller, la misma Baker, ya mayor, a quien aplaudí en México. Marlene es la más importante aportación del espectáculo a lo que se llama entertainer, radiante, con un reducido y tenaz repertorio; intensa y exacta, a lo alemán. Pero cada intervención suya es diferente, en esto excepcional si se le compara con quien sea. Ella nos invita, tranquilamente, a la felicidad ya vestida de noche, ya de hombre, ya de diosa solar. Fue la primera en besar en la boca a una mujer. ¿No es una hazaña en medios trastornadamente puritanos?

(...) Regreso en el tiempo. Es una pena que no haya podido conocer a María Conesa. Generaciones sucesivas la aplauden dejando de lado a tiples como Celia Montalbán, Tórtola Valencia o algunas que, como Toña la Negra, descollaron más tarde con el surgimiento de Agustín Lara. Pero sean unas o las otras, además de admiración se les tiene un agradecimiento: el que desde niños nos hayan hecho compañía y sus obras enriquecido nuestras vidas. Yo no concibo aquellos años sin la presencia de la Garbo, de Marlene Dietrich, de la Davis; pero tampoco sin las películas de Stan Laurel y Oliver Hardy, de Buster Keaton o las asiduas compañías de Montgomery Clift y Marlon Brando, cuya mujer les sale por de adentro, para tomar una frase feliz de Marcel Proust cuando habla de Charlus. Después me es ya difícil comprobar un rostro; todos me parecen iguales debido no a un mal de ellos sino al mío, a quien le cueste recorrer los días de los años; de todos los años.

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Pero estos rostros conocidos en pantalla, ¿no son la verdadera realidad? Somos imágenes robadas al tiempo, robadas, como dicen los místicos, también a la carne. Por eso es perfectamente plausible enamorarse de una diva, vivir para ella y, en cierto modo, morir cuando ella muere. Yo, que en lo personal tan poco apego guardo por la fotografía, tengo un espléndido dibujo de Ana Magnani, colgado a un lado de mi cama. En mi cartera cargo a sus veinte años, el retrato del cadáver ilustre de Montgomery Clift. Voy bien acompañado. Y ya que no puedo hacer otra cosa que inventarlos a partir de mis largos ratos de soledad, recuerdo el caso de Ulises quien, al bajar al Hades, se encuentra con Cástor y Pólux quienes han descendido hasta esos lugares infernales. Allí Odiseo los ve. Los ve justamente a ellos, quienes a su vez ávidamente observan a su madre quien metida en una especie de gelatinoso mar, les hace señas para llamarlos a su lado. Pero ellos, que asimismo quieren abrazarla, cuando lo intentan se encuentran con las manos vacías. Pero han visto la imagen. En cuanto a esta especie de parábola homérica ¿no nos habla de la especial realidad donde moran todas las estrellas?

Nueva edición

Figuras privilegiadas del imaginario colectivo como el mariachi, el guerrillero, el narcotraficante, el roquero, el chicano, el junior y otros ídolos de reciente creación en 44 textos escritos por 44 personalidades, conforman el preciado volumen Mitos mexicanos, coordinado por Enrique Florescano, cuya nueva edición, que empezará a circular en breve en librerías, incluye dos textos inéditos:

''Visiones desde España", de Ludolfo Paramio, y ''La diva", escrito por Sergio Fernández, del cual, con autorización de Editorial Taurus, ofrecemos un adelanto a nuestros lectores.