Jornada Semanal,  8 de julio del 2001 
Bruno Estañol

Beau Brummell,
el notorio inconspicuo

La vida de Beau Brummell, nacido en Londres el 7 de junio de 1778, es el tema de estas líneas con las que el médico y narrador tabasqueño Bruno Estañol pareciera jugar, literariamente, bajo las reglas borgeanas que diluyen la de por sí débil separación entre realidad y ficción, entre historia y mito. Brummell, dandy de profesión, “ministro de la moda y el gusto” en tiempos del rey Jorge IV, capaz de cambiarse de guantes seis veces al día y de romper con su novia porque a ella “le gustaba comer repollo”, fue, sobre todo considerando su patético final, el símbolo perfecto de la decadencia de una época no demasiado lejana.


 
Para Elena, Master of Fine Arts

Si en aquellos días, en que estaba en el apogeo de su peculiar carrera, cuando se permitió criticar el corte de la chaqueta del Regente (después Jorge IV), y obligó a una duquesa a retirarse de un baile porque no le había gustado la parte trasera del vestido, le hubieran dicho que iba a terminar sus días en una sórdida prisión en Caen, loco, paralítico por la sífilis, alucinando que lo iban a visitar huéspedes distinguidos y espléndidamente ataviados, para quienes había preparado una mesa de whist, se habría reído. Se hubiera reído, con esa risa glacial y sarcástica de quien tiene la última palabra: la Enciclopedia Británica lo calificó como el “árbitro de la moda” pero fue mucho más. El vestido fue su pasión, su amante, su razón de ser, su felicidad, su gloria, el objeto de su deseo, su placer, y fue, también, la causa de su delirio, de su caída, de su miseria y de su destrucción.

La génesis de un dandy

Su cronología es simple: George Bryan Brummell, conocido para la historia como Beau Brummell, nació en Londres el 7 de junio de 1778. Su abuelo fue tendero en la parroquia de Sant James aunque se rumora que antes fue valet de un aristócrata. Su padre fue secretario privado de Lord North y, después, gobernador de Berkshire, puesto en el que amasó una gran fortuna. Poco o nada se sabe de su madre. Desde sus primeros años de vida se interesó grandemente en su ropa. A los doce años de edad fue enviado a Eton, donde se hizo popular y fue llamado Buck Brummell y conoció al hombre que sellaría su destino y quien es conocido para las enciclopedias y diccionarios como el rey Jorge IV. Pasó luego a Oxford donde, a su reputación como hombre a la moda, añadió otra como ingenioso y de lengua afilada. Regresa a Londres e inicia una intensa vida social y una profunda amistad con el Príncipe de Gales. Entra al ejército y es rápidamente ascendido a capitán. Lo deja porque “no le dejaba tiempo para cumplir con sus múltiples obligaciones sociales”. A los veintiún años hereda treinta mil libras esterlinas: toda la fortuna del padre, recién fallecido. Con el apoyo del Príncipe de Gales y con la inmensa fortuna heredada, inicia la extraña carrera que perfeccionó como un arte.

El dandy en la cima

Beau Brummell empieza entonces su brillante carrera como “el ministro de la moda y el gusto”. Se acompaña siempre de sicofantes y turiferarios que lo admiran con los ojos cerrados. La nobleza, los poderosos y las mujeres bellas se rinden ante su tiranía. Es un dandy, un poseur, un exhibicionista, un snob, un ingenioso (a wit), un hombre verdaderamente original, que no dudó un solo instante de su buen gusto por las ropas, ni del deseo de imponer ese gusto a los demás, ni de dejar de gastar su fortuna en su ropa. El retrato que le hizo John Cock lo muestra en la cumbre de su gloria y de su arte. El gesto es altanero, casi despectivo, el pelo rizado tiene rulos en las sienes echados hacia las cejas; otros rizos le caen displicentemente, sobre la frente; el mentón es ligeramente prógnata y está totalmente afeitado (moda que él introdujo para siempre en la cultura occidental); los ojos están entrecerrados, soñadores, y la nariz es recta; el cuello y la corbata están trabajados exquisitamente con una muselina que hace que tenga la barbilla levantada siempre. Preconizó la higiene personal sin falta y se bañaba diariamente, como Cleopatra, en una tina de leche. Sus camisas eran impecables y los pantalones se ajustaban milimétricamente a su cuerpo. La perfección de la línea y de la textura era lo que más le importaba en el mundo. Abominó de los olanes en las camisas y de los botones brillantes. Gastaba medias de seda y botas brillantes de charol, que lustraba con espuma de champaña.

Usaba una caja de rapé, distinta cada día, durante todos los días del año; el monóculo era dorado y estaba engarzado en una finísima cadena de oro; el bastón tenía la punta y el mango de oro macizo; la leontina colgaba diagonalmente sobre los pantalones apretados. El saco de cola tenía una caída perfecta y era, invariable, azul o negro. Un perfecto caballero, declaró, debe cambiar los guantes por lo menos seis veces al día. En el clímax de su gloria, rompió con su prometida porque le gustaba comer repollo, algo que le pareció de intolerable mal gusto. Desde la ventana del club, en Saint James Street, criticaba sin piedad a los demás dandies, que por lo visto eran legión. El Regente y Príncipe de Gales tartamudeó cuando Brummell le dijo que no le gustaba el corte de su saco de cola. En un baile, la visa de la parte posterior del vestido de la duquesa de Rutland ofendió su buen gusto. La hizo retirarse, reculando, ayudada por sus lacayos. Nunca se rebajó a trabajar. Ser dandy es una profesión de tiempo completo. Brummell se debía a su público. Vestirse le tomaba hasta seis horas y se cambiaba dos o tres veces al día. En las mañanas se vestía para el paseo matinal y hacer una promenade, y en las tardes para ir al club o a un baile. Si alguien lo visitaba durante las horas que se vestía era probable que encontrara en su habitación un desarreglo heteróclito de camisas y muselinas: los restos del día. Brummell, como todo artista, quería llevar su arte lo más cercano a la perfección. No contento con la admiración de Lord Byron, quien comentó que Brummell hacía “pensar a su cuerpo”, Brummell aspiraba a un refinamiento casi intangible: cuando un joven, en Ascot, lo felicitó por la elegancia de su atuendo, contestó:

–No puedo estar tan elegante si es que usted lo ha notado.

Nada más lejos de su mente las ropas con líneas y excéntricas o colores histéricos. Aspiraba al difícil y quizás imposible arte de pasar notoriamente desapercibido (conspicuosly inconspicuous). Pudo haberlo logrado alguna noche, o tal vez algunos momentos, durante su vida, que vivió como un sueño.

El amigo, Regente, Príncipe  de Gales, y después, Jorge IV

Jorge IV fue conocido en su juventud como Prinny, y era también un dandy. Asumió el trono después de ser el Regente por varios años, al ser declarado su padre, el rey, legalmente loco. Vano y egocéntrico, mandó construir un salón de banquetes en Brighton, que competía con cualquiera en el mundo. Servía comidas pantagruélicas de hasta más de cien platos: comía hasta hartarse y, ahíto, se hacía sangrar por sus médicos “para evitar la congestión”.

Era fofo y epiceno, florido, caprichoso, dilapidador, adicto a dar bailes y cenas, mujeriego compulsivo, hiperbólico en su tendencia a autoadornarse; aparecía en sus fiestas polveado y con el pelo rizado. Vestía de satín rosa con el saco de cola adornado de abalorios y con el sombrero saturado de lentejuelas. Brummell lo metió al orden y a la elegancia temperada. Se hicieron amigos íntimos. El Príncipe lo colocó, en pago, en la mejor sociedad londinense. Soportó todas las insolencias de Brummell, e incluso las aplaudió; al fin, como era de esperarse, pelearon. Un día, en un baile, Brummell lo apostrofó:

–¿Cómo es que estás tan gordo?

La caída del dandy

Ninguna fortuna podía mantener el tren de vida de Beau Buck Brummell. A los treinta y ocho años se vio, al mismo tiempo, arruinado y abandonado por el rey. Una cáfila de acreedores rondaba perennemente su casa. Esto no era raro en los dandies de aquella época, quienes se vanagloriaban de no pagar nunca, por completo, a un sastre. Brummell no salía de su casa sino de noche, ya que de día ésta se encontraba rodeada de una turbamulta de zapateros, joyeros, sastres, hacedores de botas y comerciantes de vinos. A los treinta y ocho años y para evitar la prisión, huyó a Calais, dejando a la mitad de los sastres y zapateros del West End llorosos y arruinados. En Calais trató de vestir con un mínimo decoro pero su ruina era ya completa. En Francia fue al fin a la cárcel. Algunos amigos trataron de rescatarlo y le asignaron una pequeña renta mensual que le servía para pagar la habitación en una pensión. Se trasladó a Caen, donde fungió como cónsul británico por dos años. Incapaz de vivir sino como un príncipe, dejó de vestirse, bañarse y afeitarse. De noche, en el mísero cuarto de la pensión, organizaba simulacros de las grandes cenas que había vivido: ponía en una mesa las cincuenta y dos barajas del whist, una vela y cuatro sillas; pagaba a un lacayo para que anunciara, como ujier, a la canalla resplandeciente y fantasmagórica que lo visitaba. A las dos o tres horas, el lacayo de nuevo tocaba la puerta para anunciar que los suntuosos carruajes habían regresado a recoger a los huéspedes.

Después de dos apoplejías de origen sifilítico, Beau Brummell dio en el asilo de caridad pública del Bon Saveur en Caen. Nadie lloró su muerte.

Mientras tanto, en Londres, otros dandies que después fueron célebres, habían tomado, irreversiblemente, su lugar.